El silencio del arte
Ni el peor dictador, ni el mal tiempo han herido nunca al arte como la indiferencia. Si antes todos teníamos que escuchar a Mozart, o ver una obra de Lope de Vega o leer la Biblia en algún momento, ahora que podemos, esa necesidad se desvanece. La cultura vuelve de su definición de lo culto a la tribal. Los días de interpretar el mundo para superarlo se pierden. Vivimos la clamorosa muerte de la cultura artística, pero todavía guardamos el silencio del ignorante sobre esta pérdida.
Ya no pintamos nada aquí, los artistas. Ni cantantes ni escritores deben pretender hoy conmocionar al mundo, componer una pieza que escuchemos dentro de cien años para algo más que para ilustrar una sección de curiosidades sobre "cómo vivían hace un siglo". Los poetas escriben para concursos; para instagram, los mejores. Los escritores escriben para sí mismos; para ganar algo de dinero, algunos. Los músicos viven su talento como una afición; o para hacerse famosos, los peores. Incluso los cineastas, esperanza blanca del arte después de 1945, ya solo dirigen para su segmento. Las películas de hoy en día son productos que no buscan la catarsis de nadie, sino movilizar a una franja de X edad, sexo, raza, clase y orientación política a la pantalla durante un par de horas. Y si a alguien le importa todo esto, dudo que pueda hacer algo.
La mercantilización es el origen de este cambio paradigmático para la función del arte. Con la sociedad de consumo posterior a la Segunda Guerra Mundial -quizás más bien la posterior a la Guerra Fría- el dinero sustituye a la propaganda como principal motor de la cultura. Siendo que el único interés que tiene el dinero es multiplicarse, las razones por las cuáles se hace una novela de renombre o se coloca una escultura a la vista de las multitudes es porque va a proporcionar un beneficio aceptable. Este modelo ha nacido y ha compartido su existencia con muchos otros anteriores a él. El mecenazgo, el propagandismo, el vulgar (piénsese en un juglar, un bardo o un buhonero). Seguramente en todos ellos el artista trató de colar su arte más allá de las necesidades de su benefactor (y su genialidad, en los mejores casos). Pero la mercantilización ha limado la necesidad de soportar cualquier arte trascendente. Aquel que se puede producir en cadena (y no me refiero a las películas o las fotografías sino a las películas de Marvel que tanto me gustan), el que puede hacerse diez, cien y mil veces sin tener que esperar a la creatividad o a alguna reflexión crítica. Esa es su obra maestra.
A este leviatán tirano hay que sumar tres jinetes más del apocalipsis. En primer lugar, el debate político (una fuente no menor de inspiración cultural) se ha estancado en repeticiones cansinas de mantras y escenificaciones sobreatuadas de disensos bien al margen del interés del gran público. Le sigue el hecho de que somos siete mil millones de personas (nunca antes tantos, y encima alfabetizados), todos con nuestros sueños, inquietudes y miedos y nuestra necesidad de plasmarlos de forma creativa; lo que significa que no solo el consumo de arte se masifica, también su creación; lo que significa la devaluación de las rimas de un poema como cualquier otro mensaje de whatsapp. Y el último jinete, el más joven, es el de las redes sociales, una hiperventilación de la mercantilización que bloquea el paso a cualquier expresión cultural clásica. Hay muchachos y muchachas que no soportan ver una película porque se les hace larga. No hay problema en que basemos nuestra dieta artística en consumo rápido (o en directos de horas y horas de alguien comentando). El problema es que de todo lo que vemos nada es memorable. Nada conmueve, nada hace tambalear las convicciones ni les confirma por qué las tienen, vivimos de un arte epidérmico, banal.
No quiero glorificar al pasado ni cerrar la puerta al futuro (que esta ya por echarla abajo, de todos modos). Solo quiero recuperar la jerarquía que nos apelaba a todos, las obras maestras que sacudían una época y que no eran para un grupo de la sociedad sino para toda la sociedad, los eventos que limpiaban las almas de su público en el momento de su estreno y ayudan a mantener el lustre a las generaciones venideras. No renuncio ni siquiera a las redes sociales ni a que aquellos que pongan el dinero necesario se vean retribuidos. Pero apelo a todos a meditar si no es hora de pensar nuestra red social, no una que nos venga ya dada por el capitalismo, sino una democrática, diseñada para la memoria de los pueblos.
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