El toro marroquí

¿Para qué sirve un gamberro? En aquel gimnasio, puesto en pie por los rebeldes, él era incómodo aunque pareciera su sitio. Recuerdo la primera vez que vi, haciendo algo de ejercicio y tentando al saco. Me miró de lejos con algo de ansia. Desde las deportivas hasta la cinta que apretaba sus rizos contra su calavera se veía que estaba dispuesto a luchar, que había venido a eso.

El desorden organizaba aquel evento. Empezó más tarde, los cruces entre púgiles se organizaban sobre la marcha y el ring estaba dibujado por dos cuerdas atadas entre columnas y barras de estiramiento. Se trataba del Encuentro Solidario Interbarrios del Gimnás de Sant Pau en Barcelona, donde colectivos de boxeo y muay thai se daban cita para exhibir someramente a sus muchachos y pasar una jornada de convivencia en la ciudad condal. Cuando mis amigos me pedían explicar a qué había ido no sabía que decir, ni el nombre del evento, ni en qué consistió o cual era realmente el propósito ¿Un hermanamiento entre colectivos, ayudar al Gimnas Sant Pau, ver Barcelona?

Sin duda ahí no íbamos a derrotar a nadie. Lo que movía nuestros puños no era acercar a nuestros oponentes al suelo, no podría serlo. De ser así, un fulminante 'stop' se entrometía entre los dos contendientes y el árbitro pediría suavidad. "Venimos a divertinos" decía el árbitro antes de cada pelea, espantando a la diversión con sus palabras. Todos los combatientes pasaban tranquilamente por aquellas premisas, mansos, aún por madurar, sin importancia. Hasta que el toro marroquí entró en el cuadrilátero.

Hay algo de verdad en la frase que dice que 'todo tiene su lugar', que cada cosa sirve un propósito, como por ejemplo que hay buen motivo para mentir si uno es actor en un teatro o matar a alguien si así se salva la vida de otros. Incluso si duele, de todo tiene que aprender algo la sociedad, pero hay una nueva obsesión: ya no queremos castigar lo que esta mal, ahora queremos que desaparezca, para bien y para mal.

El joven de los rizos entró impetuoso, alboroteaba sus pies entrando en calor con inquietud. Venía sin un monitor o un compañero que le aleccionase como entrenador. Tenía tres amigos que aún le jaleaban algo en árabe desde unas banquetas e iba uniformado con la equipación de la selección de fútbol de Marruecos, él sentía a los 35 millones de marroquíes en su esquina.

Terminó la introducción del árbitro y comenzó la pelea. Él contra un joven latino, de peso y altura similares, pero sin las mismas ambiciones. A cada poco hacia hueco a la rabia y dejaba tres golpes rápidos, que seguramente él mismo no sabía donde acababan. Su contrincante se iba encendiendo poco a poco. Soportaba sus combinaciones sin hacer nada y después contraatacaba con indignación. El marroquí iba elevando el tono, despertando el ambiente adormecido. Antes, en cada combate el público aplaudida de forma colaborativa y cordial cada vez que alguien se tomaba un momento para recuperar fuerzas. Ahora empezaban a gritar animando después de cada directo bien encajado. El árbitro gritó 'stop', primer aviso. Pero el torito de Marruecos tenía una misión: ganar. A causa de esta había despertado en su oponente la de no dejarse ganar y sus voluntades ya eran irrefrenables, mientras que la voluntad del árbitro era inamovible. Segundo aviso, 'stop', los contendientes se acercan cara a cara desafiantes cuando les decían que bajasen la intensidad o se detendría el combate. Se reanuda la batalla y, después de unos instantes de cautela, se liberan completamente. Están ahí decidiendo cuál es el mejor y necesitan que alguien pierda para poder ser el vencedor, pero no tienen tiempo. Tercer aviso, el árbitro detiene el combate. El toro marroquí mira con desconcierto y al instante levanta los brazos como si así impidiera que se le escapase la victoria. Le han detenido el combate, pero el siente que ha hecho lo que tenía que hacer.

El árbitro es una figura de autoridad incuestionable en casi cualquier deporte. Estamos habituados a ver en el fútbol el maltrato, los insultos y los aspavientos que se hacen al juez del campo, pero lo normal es que a cualquier árbitro se le trata de usted, solo le habla el capitán en deportes de equipo y cualquier decisión que toman sea como una decisión de Dios: no tanto hay que venerarlo como sí hay que aceptarlo. En boxeo es una presencia incómoda. No observa desde lejos, sino que tiene los ojos bien abiertos cotilleando mientras uno está golpeándose íntimamente con alguien, prácticamente en medio de ambos. En este caso lo hace con un estilo más distraído, su verdadera misión es que en los dos asaltos de exhibición solo haya técnica, nada de sometimiento. Que nadie pierda, aunque nadie gane.

Al torito se le concedió otra oportunidad más tarde. Esta vez combatirá con una mole catalana de al menos veinte kilos más que él, y unos quince centímetros más alto. Su rival es más fuerte y más experimentado. Fue quien abrió el primer combate precisamente dominando de forma tranquila a un muchacho que hacía su primer sparring aquel día. El catalán había sido avasallador sin necesidad de recurrir a la verdadera fuerza. De forma tranquila había marcado el ritmo con un estilo de imposición. Yo golpeo, tú te cubres; ahora te permito unos segundos para que lances tú tus puños; ahora vuelvo a golpear, pero en huecos nuevos que tendrás que aprender a defender. Él encarnaba el respeto a lo que se pedía en ese encuentro: técnica, compromiso y nada de furia. Todo en él era lo que tenía que ser.

Volvío a timbrar la campana desde un móvil y saltaron al encuentro el vivaracho marroquí contra el imponente catalán, rubio y de tez pálida. Los ojos del primero eran rasgados y oscuros, mientras que el segundo los tenía tan claros como abiertos y penetrantes. El torito no tardó en volver a las andadas, ahora más tímidamente, esperando a que su rival se pusiera a su ritmo para subir el nivel. Su rival, por el contrario, empezó determinado a darle una lección: yo golpeo, tú aprendes; ahora te concedo que sueltes un poco de esa rabia descafeinada y de nuevo vuelvo a enseñarte que aquí no has venido a ser mejor que yo. Pero no contaba con que el muchacho marroquí estaba convencido de algo: 'He salido aquí y puedo ser mejor que tú', ni tampoco contaba con su gigantesco corazón. El estilo del torito se basa de hecho en ese corazón. Atacaba de frente, con un estilo que tenía mucho por pulir. Nada a los lados, nada abajo y una cobertura tan nerviosa como el ataque, solo directo a la cara y gancho si ya estaba demasiado cerca. Entrar, entrar un poco más y salir, no importan los golpes que recogiera por el camino sino lo que demostraba contra el gigante que tenía delante. El gigante, por el contrario, se obstinaba en su lección y en no dejarse llevar por el impertinente novato que quería provocarle. Pero la rabia por impartir su ritmo se le convertía en golpes que subían la intensidad como quería su oponente. Sus ganchos eran autoridad. Cuando se acercaba el muchacho con descaro recibió más de uno directo en la cara que sonaron como deben oírse los tambores de un ejército. Y el torito, satisfecho, no se amilanaba sino que sacaba coraje de ver que tenía al fin un combate serio contra todo el evento y él una enmienda a la totalidad. El valiente contra la ley.

No se puede decir que alguien ganase alguno de aquellos dos asaltos, hay que conceder eso a la organización. Pero si puede decirse del joven marroquí que despertó una llama con la que le habían prohibido jugar. Fue un guerrero durante dos asaltos, que penetraba sin pensarlo en aventuras más fuertes que él sin miedo a las quemaduras. Le recuerdo sonriente al terminar, posando en una foto junto a su oponente, que sonreía ya relajado junto a él. Era la alianza entre dos que antes se habían enfrentado por no poder entenderse, por verse frustrantes el uno al otro. Ahora se abrazaban de forma sincera, respetando algo de lo que el otro quería ser.

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