Carta al presidente

El mundo empresarial, como sabe, comparte su maldición con la Unión Soviética: la prioridad para ambos debe ser hacer aquello que parece que está bien; después, tratar de hacer lo que está bien. La maldición es el origen de todas las tragedias de este mundo, no por dar con la muerte de sus empleados, sino con su vida. Mientras la maldición vuelve, sus vidas son más pequeñas, más insípidas, más miserables. Querría que conozca la historia de una de estas tragedias; esta, que comienza con el final de un hombre bueno.

El joven K apareció en el departamento con un paso vivaracho, tenía prisa por sentarse. Nadie se percató de nada raro en él hasta que proclamó: "Estoy despedido". Todos le miramos, esperando algo más. Supongo que él atendía a nuestra demanda tácita cuando volvió a repetir "Estoy despedido. Estoy despedido. A me ha echado".

Yo esperaba la broma, algún giro que escondiera alguna noticia importante. La noticia era la que veíamos. La gente se levantó y se acercó a él silenciosamente, murmuraban "No puede ser, no puede ser...". El joven K mostró la prueba: una carta de despido detallando las mentiras necesarias para prescindir de él. Todos le preguntaban descreídos por las razones que obviamente estaban ya cubiertas y resueltas. "¿Qué harás ahora?" "¿Tú estás bien, te encuentras bien?" "¿Pero por qué te hacen esto?" preguntábamos, desnortados.

De todos los que podían elegir, ninguno era mejor combustible para la tragedia que este despido. Era un muchacho trabajador, con iniciativa, decisivo en los imprevistos y, por encima de todo, un hombre bueno y sabio. "Yo... o tú, B, que le sacamos treinta años, no nos lo habríamos tomado tan bien": comentaría C días después. Efectivamente el más alegre de aquella sala era él. Lo había encajado como si siguiera una receta para aceptar las penas. Tenía un poso de rabía en su voz, pero seguía jovial y nos decía de forma sincera que sabía que los motivos que le habían dado eran falsos. Ya tenía planeada la mejor opción: descansar unas semanas y pensar después. Incluso tenía para compadecerse de nosotros, que perdíamos su apoyo en tareas inmediatas, incluso nos consolaba y acariciaba cariñosamente. Todas y todos los que componemos ese departamento sabemos que su carta de despido se fundaba en dos mentiras: que no era un trabajador voluntarioso y que no era un buen trabajador.

Aquel viernes tuvo el mejor de los finales y el peor de los finales. Para D, de un departamento cercano era un broche a buenos años que precederían otros mejores. Para el joven K, era el relámpago autoritario contra el que no se podía hacer nada. Para D, acababa su trabajo en la Compañía para comenzar uno mejor pagado y con más perspectivas. Para K, no era tanto un final desafortunado o cruel como lo era injusto. Para el departamento de D era un final emotivo: ella se iba pero podrían verla de cuando en cuando. Para el departamento del joven K, aunque no lo sabíamos, era un final triste, mentar su nombre después de aquel día se volvería algo grave. C rompió a llorar en nuestro corrillo mientras en las mesas de al lado comían dulces. El joven K le consolaba mientras le oía decir "no pueden hacer esto... no puede quedarse así". Pero no solo iba a quedarse así, también podían hacer eso.

***

El mismo viernes se estaba condensando el ambiente revolucionario. E exclamaba confiado "Se han pasado. Vamos a hacer algo". Y el hombre del sindicato se limitaba a recetar acciones como un genio imparcial, que se limita a conceder los deseos que le pides, pero no los que no le pides. El ambiente había alcanzado lo 'enrarecido' desde hacía meses. Por el autoritarismo, las órdenes, despojar a un trabajador de su trabajo, las amenazas, los gritos y todo aquello que, aunque queramos pensarlo de otra manera, está en la naturaleza de una jefa o de un jefe.  Los que son aun amables tan solo han conseguido gestionar a sus trabajadores de manera que no necesitan todavía de esas herramientas. Sin embargo el despido de F, la simpática secretaría de A, dispuso a todo el mundo frente a la línea que estaban a punto de cruzar. El despido de K hizo dar el paso a casi todos, sin que esto impidiera caer hacia atrás cuando temblasen. Unos pocos quebraban ese casi consenso. E le decía a B con recriminación "sí, lo vamos a hacer todos porque a ti también te gustaría que te ayudásemos si te pasase a ti". La decisión parecía implacable el viernes. A había pasado una ralla y los demás estaban dispuestos a cruzar la suya.

Las trompetas bélicas comenzaron a improvisar desde el lunes, bailando de la marcha militar a la fúnebre. La pobre G creía de forma atávica que sería la siguiente. "El próximo viernes es el mío", pensaría. Un despido antes del fin de semana, para poder pensar en casa, como si hubiera un buen lugar para recibir la noticia. La habían visto llorando a la salida del departamento. Ya la habían despojado de sus funciones. Era la siguiente con menos años en plantilla y sin la protección funcionarial de la que gozaban muchos de sus compañeros, en pie de guerra por el caído, presuponiendo que sus actos podían protegerla.

La maldición de cualquier ejército, por otro lado, es la falta de disciplina. El contingente victorioso es el que actúa como uno solo, lleva sus actos hasta el final de sus consecuencias y, sobre todo, no se cuestiona las cosas. Eso fue lo difícil. Sortear la neblina de argumentos para no hacer algo que ni siquiera llegó a definirse fue dejando a la gente por el camino. "Yo tengo miedo" decían los aterrorizados, "A mí me trata bien" decían los ninguneados, "Nadie se movió cuando yo tuve un problema", dijo alguien que había olvidado cuando el joven K la incluyó en los proyectos que A le había ocultado. Él se arriesgó para obligar a su superior a incluir a su antiguo mentor en la tarea que le concernía, incluso aunque no todos los recuerdos que tenía de aquel aprendizaje fuesen buenos. Ojalá no hubiera sido él el despedido, habría sido más fácil perderse entre lo injusto y lo innecesario. Pero era K, era bueno en lo suyo y él lo habría hecho por cualquiera de ellos. Era obvio que les torturaba saber que rendirse estaba mal, por eso no se atrevían a hacerlo.

El genio del sindicato apareció un día con el deseo cumplido. Una carta pero sin más firma que la suya. No habíamos pedido un parón ni habíamos pedido una queja conjunta y por eso no nos los concedió. Tan solo era un papel en que se detallaban las tropelías cometidas, con destinatario en la encargada de los recursos humanos de la empresa y con el remitente de un ente tan abstracto como el secretario general de un sindicato. Ahí estaba sin que nadie quisiera decir desesperado que esa no era la mejor idea, que aún había que templar más las acciones, apenas gritar contra la injusticia pero tan bajito que no se escuchase el rumor ni tan siquiera en la oreja del compañero de al lado. Cumplir con la farsa de una lucha y por fin volver al trabajo, para compensar más servicialmente, que se hacía para A. Nadie pudo decir "¡Quieto, loco!". y recibieron con la cara helada por el terror una copia de aquella carta. La cogían tímidamente, quizás resignados pensando que, aunque no querían tomarla, tocarla era hacerse cómplices de esa violencia. Escupían cualquier palabra torpemente para aparentar normalidad ante el sindicalista, como si recibieran un folio en blanco y se limitasen a darle los buenos días. Se fue como si hubiera dejado el anuncio de una muerte, y un día más tarde se presentó la persona dispuesta a matar.

***

H ha sido desde que llegó hace apenas tres meses escasos el Cancerbero de A. Donde esta última es cordial la primera es incisiva. Afila el tono de su voz sin que se pueda decir que grite, amenaza sin delito. Entró un día después para arrinconar a B, interrogándola por la carta. "¿Quién ha sido?" "¿Cómo que cosas que se comentan? ¿Quién las comenta?" "Lo habrá firmado el sindicato pero alguien se lo habrá dicho" "¿No? Entonces hay que firmar una declaración nuestra diciendo que todo lo que dicen ahí es mentira".

Es curioso como B, dos días antes de la carta del sindicato, mostraba la mayor entereza para afrontar un final fatídico porque parecía inevitable y ahí, cuando todo tambaleaba, aparecía acobardada. Hacía nada, había sido la mayor organizadora de un importante evento de la Compañía y A la había ignorado por completo. El día del despido del joven K le advirtieron de que ella, pese a ser funcionaria, estaba en la mira según un rumor: era demasiado analógica, demasiado mayor. Sin importarle aquello, continuó organizando el acto con la mayor profesionalidad y exhaustividad, sin contar con los recursos de otras ocasiones ni el personal necesario. El evento salió bien y A la felicitó. Quizás recuperó confianza y entonces apreció lo que de pronto tenía. Antes del evento, no osbstante, no dejaba de repetirnos en el coche: "Y, bueno, si hasta aquí hemos llegado, pues ya está, este es el final".

La declaración del departamento no tardó en hacerse, ni en distribuirse. Tardó en firmarse, porque el camino a la rendición es lento para el que quería vencer, va siempre de persona en persona y, como es esencial a una rendición, necesita hacer creer a quien se rinde que todos los demás han desistido. H redactó el texto, es de suponer que bajo supervisión de A, pues se saben en el mismo bando. H lo envío y recibió las firmas inmediatas del miedo y de los que preferían su bando, el de los ganadores. Después fue mesa por mesa asegurándose de que nadie se olvidaba de firmar. Uno, otro, otra, una, el de más allá y más acá, todos firmaban menos C y yo, que aún no he tenido el placer de recibir la invitación a firmar un escrito en el que se informa de que todo en el escrito del sindicato es falso y nada en la gestión de A es malo. C sí recibió el correo, pero no quiso acercarse a firmar. Los atemorizados llamaron al genio del sindicato, que cumplió el deseo que pidieron: "Mantened un perfil bajo, firmad ese documento, es coacción". Muchos pensarían secretamente que estaba confundiendo las palabras 'coacción' con 'claudicación'.

C debió pensar algo el día siguiente. Me imagino que dos veces se dio cuenta de que aquello era una mentira. Todos le bombardeaban para firmar. "El del sindicato, es lo que él nos ha recomendado" "Si no lo haces, te significas". Quizás querían decirle "Perdónanos, C, y firma eso para que también tengamos que perdonarte a ti". Qué tontería, tan solo un papel. Incluso como el objeto que representa es una tontería. Si firmarlo significa conservar el empleo y no hacerlo no significa el fin de la injusticia: no firmarlo es temerario, inútil y carente de ajusticiamiento. Incluso nada impide otras acciones más allá de firmar o no firmar. Sin embargo, la voz de C se doblaba al relatar que sí lo había firmado. Efectivamente, aunque reducía avergonzado la voz pudimos oírlo, había desistido y firmó. Para que le dejarán en paz, para centrarse en otras cosas, para lo que fuera pero le había partido la dignidad tener que firmar y lo había hecho cuando era una tontería. Seguramente C pensó que aquel papel era una mentira, un invento para mostrar poderío frente a los críticos; pero seguramente pensó también después que se mentía él a sí mismo al pensar que solo era un papel.

Yo habría querido mi oportunidad. No estuve en la ronda de las mesas ni me llegó notificación de poder firmar el papel de las mentiras. Habría querido, señor presidente, mi ocasión de decir 'no', quizás ya solo por incordiar. Que me dijeran "Puedes firmar si quieres, por el buen nombre del departamento" y decir "No". Que me dijeran "Mira, ya ha firmado todo el mundo, ya da igual" y, nerviosísimo, atemorizado, contestar "No, estaría dejando en evidencia a quien no firmase". Al fin y al cabo 6 meses ya son muchas prácticas y si son 600 euros mensuales lo que están en juego yo puedo hacerme pasar falsamente por el justiciero oculto. Después de todo el joven K era para mí el mejor de todo el departamento. Quien me ayudó a entrar, me ayudó a encontrar y me ayudó siempre que pudo, como era su naturaleza. Me ganaría la estatua ocultando las intenciones acobardadas de mis compañeros, de los funcionarios, de los precarios, de los casi jubilados y de los que firmaron sin haberlo querido.

Señor presidente, aún se preguntará por qué despidieron al joven K y ya se lo he dicho. Se preocupó primero de hacer las cosas bien y luego de que pareciera que estaban bien. Se preocupó del bienestar de sus compañeros y no de dejar atrás a quienes su superior dejaba atrás. Se preocupó de apoyar las tareas de otros, en lugar de hacer brillar las suyas por encima de las de los demás. Se preocupó de realizar su trabajo, en lugar de asegurarse de llevarse bien con H, que puso a A en su contra y esta, finalmente, se convenció de que debía ser despedido. Y con esto puso el climax A en el drama, con el final de un buen trabajador y con la amarga continuación de sus compañeros, acobardados.

Señor presidente hasta aquí llega esta historia pero desde aquí continúa. Aquí prosigue en el extraño recuerdo del muchacho y en la mala conciencia de las mujeres y hombres de este departamento. No se la contaría a usted si no fuera el rey de este teatro, que hace y deshace las tramas sobre las cosas que, de pronto, conoce. Claro, si mi voz no fuera solo al eco de mi cuarto, se desperdigase en mi bloque, se perdiera en mi barrio o enmudeciese en el mar virtual.

Reciba un cordial saludo,
Isidro Ruiz de Osma Díaz

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