Vivir antes y después de que la historia nos arrollase
Lo que quiero decir no es demostrable y es, de hecho, sanamente discutible. Basta con mirar un periódico cualquiera de hace diez años, y otro de hace cien. Creo que en los dos últimos siglos entramos en una espiral de ultrahistoria que poco a poco se está secando.
Quiero empezar relatando la creación coordinada de este fenómeno, que se fundamentó en simplemente tener a todo el mundo en su puesto cuando le tocó. Los personajes de la historia son, por raro que parezca: la economía, la política, la cultura y la sociedad, en este orden. Poco antes de que empezase el siglo XIX, la economía, que había descubierto un par de siglos atrás como crecer exponencialmente entró en una locomotora que no solo crecía sino que además se expandía y exportaba su modelo. Esa locomotora era Gran Bretaña, seguramente repartiendo textil y acero en su tren. Los cien años siguientes sirvieron para generar en el mundo una cantidad de capital en la que antes ni siquiera tenía sentido pensar. Se creó una máquina más grande que ningún imperio, con más gente que ninguna tierra y cada día que pasaba más imparable. Para la máquina no existían fronteras, leyes o moral, al fin y al cabo, solo era una máquina. Hagamos la metáfora de la economía global con un tren, seguramente sus obreros y capitalistas fueron los creadores conscientes de ese tren, pero cuando el tren demanda algo debe ser satisfecho, por inconsciente que parezca. Así, si vas montado en un tren a mil kilómetros por hora y los engranajes demandan aceite o explotaran ¿los engrasarías si el final de la vía no ha sido siquiera construido? Es posible que no, pero es seguro que alguien lo haga si tú no lo haces, y el tren sabrá recompensárselo, seguramente haciéndole parecer un aliado de la estabilidad.
Hoy, en cualquier ciudad se pueden sentir que un vacío queda ahora, en las zonas industriales, en cualquier polígono donde las fábricas ya no rugen como antes. Los temblores que se oyen no vienen de las máquinas aun en marcha. Son solo ecos de una época colosalmente turbulenta.
El siguiente personaje de la historia es la política, metafóricamente el conductor, pero no el constructor del tren. Su principal cometido es agrandar el tren, para lo que hay que obedecer a los constructores a la vez que se les exigen más máquinas. Llegados a cierto punto (1914: I Guerra Mundial), solo hay una vía para construir más trenes, destruir los del adversario y construirlos en su terreno. Un tren, una vez en marcha, es imparable. Aunque es difícil arrancar toneladas de hierro, hacerlo es tan mecánico como colmar un depósito de carbón, para que el fuego haga presión y haga funcionar las turbinas. La política necesitaba, para colmar depósitos de carbón, de la ayuda de la cultura. Esta, al contrario que en el siglo XVIII, dejó de promover cualquier vuelta a los pilares, cualquier admiración a las instituciones viejas: la cultura viene gritando cambio desde el Romanticismo. Simplemente esa palabra, repetida de forma dulce y furiosa, enérgica y repetitiva. Cambiar el trabajo, cambiar el propósito existencial, cambiar una posición vital pequeña para un mundo pequeño a una posición minúscula en un mundo colosal, cambiar la concepción del egoísmo, cambiar la importancia de las religiones viejas, cambiar la forma de comunicarse de la gente, cambiar el miedo al progreso, la cultura que consumimos y la forma de desplazarse, con todos los cambios bajando de un tren nada más hemos construido una estación. Ahora la cultura, que nos hace orgullosos de quién somos, nos enfrenta a otras culturas con la justificación de que nos odian. La verdad ya no importa, porque las imparables ruedas del vehículo ya hace tiempo que pasaron la velocidad máxima para detenerse.
Cuando la máquina necesitó colisionar, lo único que logró fue dejar paso a la súper locomotora, Estados Unidos. Un país hecho expresamente con personas que quieren trabajar para morir con más dinero del que tenían cuando nacieron. Economía, política y cultura estaban a todas a una: crecer, si Europa se viene abajo, yo lo sustituyo. Si los imperios se derrumban, yo los reconstruyo. A partir de aquí (1945) la historia comienza a darse cuenta de que ya no puede digerir todo lo que ha creado, pero eso no quiere decir que vaya a frenar. Personalmente tengo pocas dudas de que el periodo que transcurre entre 1914 y 1945 fue el único en el que la política (o, más bien, la ideología) sirviera para hacer temblar a la historia. A partir de ahí, los trenes solo se sirven de los partidos y sus votantes como impulsores, reparadores o justificantes, pero nunca como directores. No existe individuo hoy en día capaz de cambiar el mundo en un grado similar al que lo pudiera hacer una persona, por ejemplo, en 1917. El presidente B. Obama, si quisiera, podría retocar, reorganizar o (si se vuelve loco) poner nervioso unos segundos a la máquina de tren que conduce, pero jamás puede decirle a donde ir ni cómo hacerlo; ese tiempo acabó. Antaño, y como excepción histórica, cualquiera que conociera bien una ideología, tuviera buena oratoria y estuviese en el momento preciso, podía mover el mundo entero él solo. Esto se debe al último actor: la sociedad.
Durante la prehistoria, las comunidades humanas no solían superar los 150 habitantes por comuna, con la creación de ciudades y la entrada en la historia, ya podemos hablar de miles. Por lo general, incluso en el propio siglo XIX, todo aquello que tenía más de 2000 habitantes era considerado ciudad ¿Qué ha sucedido, cabe preguntarse, para que hoy una localidad con 19.000 sea vista como un pueblo por tantos y tantas? Que ya podemos hablar de millones, de masas o de carbón para la máquina. Por los avances médicos, el éxodo rural y, en el fondo, porque la historia lo demandaba, la gente dio su fuerza a cambio de un salario. La psicología de las personas se vino abajo en pocas décadas y ya no se labraba la tierra para extraer alimento, sino que se apretaban unas tuercas por dinero. Mientras cae el poder de la religión, crece la libertad para hacer con el recorrido vital lo que se desee, sobretodo lo que es conveniente a la máquina que se haga. No estoy hablando de conspiraciones, sino de inercias; no se trata de que el capitalismo obligase a todos a trabajar en fábricas y consumir productos innecesarios, es solo que involuntariamente son cosas que se fomentan socialmente. La sociedad, finalmente, somos todos sin que nadie se dé cuenta. En ciudades de cinco, diez o veinte mil km cuadrados, que son exponencialmente mucho menos conscientes de sí mismas que hace mil años (y más conscientes del resto del globo) lo que un individuo aporta es ínfimo. Más aun si, a diferencia igualmente del resto de periodos históricos, hemos tenido por primera vez a gente que ha vivido en más de uno o dos etapas históricas. Esto es así porque el mundo en 1912, tenía que ver con el mundo en 1931 o en 1965 tan poco uno de otro como 1312 de 1503 como de 1705. La ultrahistoria descoloca a la población, los cánones culturales no se estaban perdiendo, simplemente no se generaban a tiempo para compensar los cambios y nadie tiene a qué atenerse cuando los que un día bramaban al imperio, otro lo hacen al fascismo, como otro al capitalismo.
En 1991, de las dos locomotoras madre que quedaban en el mundo, una venció sobre la otra y quedó sola en el tablero, para siempre destinada a crecer sin rival, pues ya nadie podría crecer sin que esta la destruyese. Muchos pensaron entonces que la historia había terminado. Esto es radicalmente falso, la historia simplemente intentaba readaptarse a su ritmo natural y no a la locura de los dos siglos anteriores. El tren que queda, no obstante, da extrañas señales de envejecimiento. Al fin y al cabo, es una máquina pensada para ser joven, fresca y enérgica, no un aparato rancio y sin capacidad de repensarse. La hegemonía estadounidense, la de crecer y crecer, sigue en pie y es difícil imaginar qué podría destruirla. Sin embargo, se me hace más complicado pensar en qué podría salvarla, cuando su única arma ante los problemas es la pasividad y el dejar quemar cartuchos para salvarse. Esto es, cada vez que el capitalismo tiene un problema, o bien lo deja hasta que pasa (con la consecuente crisis en medio) o bien agota recursos terrestres o humanos para sofocarlo ¿Qué clase de maquinistas son estos que todo lo que pueden hacer ante un problema global o estructural es asumir lo pequeños que son y lo poco que tienen de poder? ¿Cuánto aguantará esto?
La historia no ha acabado, quedan algo más que unos titulares. Es posible incluso que nosotros presenciemos el inicio del agónico final del capitalismo (pues quizá se prolongue un siglo o dos, subsista algo más en un par de grandes ciudades occidentales y acabe sus días en los libros). Pero la historia de las revoluciones instantáneas ha acabado. Y si queremos otra antes hay que crearla, todo lo que tenemos hoy en día de ese tiempo son ecos y marketing. Los pueblos, los individuos, necesitamos mayor amplitud de miras y conocimiento para tratar con la realidad; es necesaria otra educación, que nos enseñe también cómo funciona el mundo y cómo se cambia. La economía, escudada por la política y justificada con resignación por la cultura, ha creado unos monstruos que aún no se han combatido seriamente. Una guerra contra ellos puede acabar en cualquier cosa, al igual que el no hacerlo.
Quiero empezar relatando la creación coordinada de este fenómeno, que se fundamentó en simplemente tener a todo el mundo en su puesto cuando le tocó. Los personajes de la historia son, por raro que parezca: la economía, la política, la cultura y la sociedad, en este orden. Poco antes de que empezase el siglo XIX, la economía, que había descubierto un par de siglos atrás como crecer exponencialmente entró en una locomotora que no solo crecía sino que además se expandía y exportaba su modelo. Esa locomotora era Gran Bretaña, seguramente repartiendo textil y acero en su tren. Los cien años siguientes sirvieron para generar en el mundo una cantidad de capital en la que antes ni siquiera tenía sentido pensar. Se creó una máquina más grande que ningún imperio, con más gente que ninguna tierra y cada día que pasaba más imparable. Para la máquina no existían fronteras, leyes o moral, al fin y al cabo, solo era una máquina. Hagamos la metáfora de la economía global con un tren, seguramente sus obreros y capitalistas fueron los creadores conscientes de ese tren, pero cuando el tren demanda algo debe ser satisfecho, por inconsciente que parezca. Así, si vas montado en un tren a mil kilómetros por hora y los engranajes demandan aceite o explotaran ¿los engrasarías si el final de la vía no ha sido siquiera construido? Es posible que no, pero es seguro que alguien lo haga si tú no lo haces, y el tren sabrá recompensárselo, seguramente haciéndole parecer un aliado de la estabilidad.
Hoy, en cualquier ciudad se pueden sentir que un vacío queda ahora, en las zonas industriales, en cualquier polígono donde las fábricas ya no rugen como antes. Los temblores que se oyen no vienen de las máquinas aun en marcha. Son solo ecos de una época colosalmente turbulenta.
El siguiente personaje de la historia es la política, metafóricamente el conductor, pero no el constructor del tren. Su principal cometido es agrandar el tren, para lo que hay que obedecer a los constructores a la vez que se les exigen más máquinas. Llegados a cierto punto (1914: I Guerra Mundial), solo hay una vía para construir más trenes, destruir los del adversario y construirlos en su terreno. Un tren, una vez en marcha, es imparable. Aunque es difícil arrancar toneladas de hierro, hacerlo es tan mecánico como colmar un depósito de carbón, para que el fuego haga presión y haga funcionar las turbinas. La política necesitaba, para colmar depósitos de carbón, de la ayuda de la cultura. Esta, al contrario que en el siglo XVIII, dejó de promover cualquier vuelta a los pilares, cualquier admiración a las instituciones viejas: la cultura viene gritando cambio desde el Romanticismo. Simplemente esa palabra, repetida de forma dulce y furiosa, enérgica y repetitiva. Cambiar el trabajo, cambiar el propósito existencial, cambiar una posición vital pequeña para un mundo pequeño a una posición minúscula en un mundo colosal, cambiar la concepción del egoísmo, cambiar la importancia de las religiones viejas, cambiar la forma de comunicarse de la gente, cambiar el miedo al progreso, la cultura que consumimos y la forma de desplazarse, con todos los cambios bajando de un tren nada más hemos construido una estación. Ahora la cultura, que nos hace orgullosos de quién somos, nos enfrenta a otras culturas con la justificación de que nos odian. La verdad ya no importa, porque las imparables ruedas del vehículo ya hace tiempo que pasaron la velocidad máxima para detenerse.
Cuando la máquina necesitó colisionar, lo único que logró fue dejar paso a la súper locomotora, Estados Unidos. Un país hecho expresamente con personas que quieren trabajar para morir con más dinero del que tenían cuando nacieron. Economía, política y cultura estaban a todas a una: crecer, si Europa se viene abajo, yo lo sustituyo. Si los imperios se derrumban, yo los reconstruyo. A partir de aquí (1945) la historia comienza a darse cuenta de que ya no puede digerir todo lo que ha creado, pero eso no quiere decir que vaya a frenar. Personalmente tengo pocas dudas de que el periodo que transcurre entre 1914 y 1945 fue el único en el que la política (o, más bien, la ideología) sirviera para hacer temblar a la historia. A partir de ahí, los trenes solo se sirven de los partidos y sus votantes como impulsores, reparadores o justificantes, pero nunca como directores. No existe individuo hoy en día capaz de cambiar el mundo en un grado similar al que lo pudiera hacer una persona, por ejemplo, en 1917. El presidente B. Obama, si quisiera, podría retocar, reorganizar o (si se vuelve loco) poner nervioso unos segundos a la máquina de tren que conduce, pero jamás puede decirle a donde ir ni cómo hacerlo; ese tiempo acabó. Antaño, y como excepción histórica, cualquiera que conociera bien una ideología, tuviera buena oratoria y estuviese en el momento preciso, podía mover el mundo entero él solo. Esto se debe al último actor: la sociedad.
Durante la prehistoria, las comunidades humanas no solían superar los 150 habitantes por comuna, con la creación de ciudades y la entrada en la historia, ya podemos hablar de miles. Por lo general, incluso en el propio siglo XIX, todo aquello que tenía más de 2000 habitantes era considerado ciudad ¿Qué ha sucedido, cabe preguntarse, para que hoy una localidad con 19.000 sea vista como un pueblo por tantos y tantas? Que ya podemos hablar de millones, de masas o de carbón para la máquina. Por los avances médicos, el éxodo rural y, en el fondo, porque la historia lo demandaba, la gente dio su fuerza a cambio de un salario. La psicología de las personas se vino abajo en pocas décadas y ya no se labraba la tierra para extraer alimento, sino que se apretaban unas tuercas por dinero. Mientras cae el poder de la religión, crece la libertad para hacer con el recorrido vital lo que se desee, sobretodo lo que es conveniente a la máquina que se haga. No estoy hablando de conspiraciones, sino de inercias; no se trata de que el capitalismo obligase a todos a trabajar en fábricas y consumir productos innecesarios, es solo que involuntariamente son cosas que se fomentan socialmente. La sociedad, finalmente, somos todos sin que nadie se dé cuenta. En ciudades de cinco, diez o veinte mil km cuadrados, que son exponencialmente mucho menos conscientes de sí mismas que hace mil años (y más conscientes del resto del globo) lo que un individuo aporta es ínfimo. Más aun si, a diferencia igualmente del resto de periodos históricos, hemos tenido por primera vez a gente que ha vivido en más de uno o dos etapas históricas. Esto es así porque el mundo en 1912, tenía que ver con el mundo en 1931 o en 1965 tan poco uno de otro como 1312 de 1503 como de 1705. La ultrahistoria descoloca a la población, los cánones culturales no se estaban perdiendo, simplemente no se generaban a tiempo para compensar los cambios y nadie tiene a qué atenerse cuando los que un día bramaban al imperio, otro lo hacen al fascismo, como otro al capitalismo.
En 1991, de las dos locomotoras madre que quedaban en el mundo, una venció sobre la otra y quedó sola en el tablero, para siempre destinada a crecer sin rival, pues ya nadie podría crecer sin que esta la destruyese. Muchos pensaron entonces que la historia había terminado. Esto es radicalmente falso, la historia simplemente intentaba readaptarse a su ritmo natural y no a la locura de los dos siglos anteriores. El tren que queda, no obstante, da extrañas señales de envejecimiento. Al fin y al cabo, es una máquina pensada para ser joven, fresca y enérgica, no un aparato rancio y sin capacidad de repensarse. La hegemonía estadounidense, la de crecer y crecer, sigue en pie y es difícil imaginar qué podría destruirla. Sin embargo, se me hace más complicado pensar en qué podría salvarla, cuando su única arma ante los problemas es la pasividad y el dejar quemar cartuchos para salvarse. Esto es, cada vez que el capitalismo tiene un problema, o bien lo deja hasta que pasa (con la consecuente crisis en medio) o bien agota recursos terrestres o humanos para sofocarlo ¿Qué clase de maquinistas son estos que todo lo que pueden hacer ante un problema global o estructural es asumir lo pequeños que son y lo poco que tienen de poder? ¿Cuánto aguantará esto?
La historia no ha acabado, quedan algo más que unos titulares. Es posible incluso que nosotros presenciemos el inicio del agónico final del capitalismo (pues quizá se prolongue un siglo o dos, subsista algo más en un par de grandes ciudades occidentales y acabe sus días en los libros). Pero la historia de las revoluciones instantáneas ha acabado. Y si queremos otra antes hay que crearla, todo lo que tenemos hoy en día de ese tiempo son ecos y marketing. Los pueblos, los individuos, necesitamos mayor amplitud de miras y conocimiento para tratar con la realidad; es necesaria otra educación, que nos enseñe también cómo funciona el mundo y cómo se cambia. La economía, escudada por la política y justificada con resignación por la cultura, ha creado unos monstruos que aún no se han combatido seriamente. Una guerra contra ellos puede acabar en cualquier cosa, al igual que el no hacerlo.
"La historia es nuestra y la hacen los pueblos" S. Allende
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