La generación que no quiere perderse
¿Quién vive hoy que viva conmigo? Seguramente sea yo, pero cuando miro alrededor me siento un poco más solo de lo que me toca. No veo comunidad a mi lado, sino apenas casualidad. Nadie espera de la gente que convive conmigo y de mí que formemos una comunidad. Yo llego a un espacio que comparta, paso las horas que la situación requiera, hago los comentarios que estime oportunos y quizá haga un amigo, o no, no me importa. En el tren, en la calle, en el mercado, en el metro o en clase.
Si necesito ayuda y la gente a mi alrededor me socorre (si me socorre), ¿es por una conducta cívica o porque saben que somos lo único que tenemos? ¿Sabe la mujer que me ayuda a levantarme al caerme que vivimos en el mismo "juntos"? ¿Sabe el hombre que me cede el sitio en la cola que nos necesitamos? ¿Lo sabe? ¿No lo sabe? ¿Lo sabrá su hijo? Lo gracioso del asunto es llegar al final del viaje, morir y darte cuenta de que era todo lo que tenías, aunque tampoco te importaba demasiado ¿Toda esta desidia ante lo esencial no tendrá alguna consecuencia?
En el mundo de occidente posposposindustrial (¡qué tos!), hemos crecido la generación que no quiere perderse, que ni siquiera sabe dónde está. Hijos de la generación perdida que quería encontrarse en El club de la lucha, los que no sabían dónde estaban y querían una explicación. Nietos y descendientes de las generaciones decentes, los que no les importaba demasiado donde estaban y vivían en lugar de plantearse vivir. La generación decente se casa y mantiene el matrimonio toda la vida, la generación perdida lo intenta y desiste en divorcio. La generación que no quiere perderse tampoco quiere casarse. Los abuelos escuchan la música que agrada, los padres escuchan la música que sienten y nosotros no sabemos lo que nos gusta aunque no dejamos de oír música.
Vivimos en lo que sigue a un mundo líquido, ahogados en lo pegajoso. Fue divertido destruir en cuentos todo lo que era sólido, pero la realidad quedó en pie, extraño y cojo pie. Primero libros y ensayos que argumentaran que todo era líquido, que todo era falso, que lo viejo era viejo. Después películas, cantantes, pintores y fotógrafos destruyen en más cuentos las estructuras que sostenían el mundo, y de forma soez, para que lo soez también deje de resultar soez, para que no quede nada en lo que sostenerse a tomar aliento mientras el mundo se derrumba. La religión es una mierda, la familia es una condena, el colegio es manicomio y el trabajo infierno. El gobierno es tirano y sus guerras son mierda, su capitalismo es mierda. La vida es angustia y el porvenir oscuro, o al menos eso dice el buen cine y las buenas canciones. Pero tras las explosiones nadie se dio cuenta de que faltaban dos componentes en la dinamita. El primero es algo que haga explotar de verdad la estructura atentada. Detrás de tantas canciones y películas, no habría estado mal un manual de instrucciones para acabar con el gobierno, algo mejor que la canción Revolution de los Beatles. El segundo es algo que reemplace la estructura destruida, una nueva construcción, o al menos una utopía que seguir. Ambos componentes existían ya y se adecuaban perfectamente al uso de la dinamita, pero los de demoliciones no parecían demasiado interesados en hacer del juego algo serio. Todos hacen preguntas, pero es asqueroso dar respuestas, hay que elaborarlas de uno mismo. Hay, hoy en día, un mundo intacto, muy similar al de nuestros abuelos pero con un poquito más de Whatsapp. La estructura vital es la misma, el poder funciona esencialmente igual, la felicidad sigue siendo el sueño, la manera de relacionarse, la cultura y la función de las tradiciones son distintas pero no le preguntes a nadie por qué. O mejor, pregúntalo, comprueba cuan instructivo es el silencio de los que esperan que otro conteste. Y para entender este nuevo mundo, hay diez mil descripciones, todas distintas, ninguna definitiva, ninguna aceptada. No hay biblias en esta nueva era, ni nada que no se pueda llamar "gilipollez". Un mundo de tierra con instrucciones de cristal y en distintos idiomas. Y, curiosamente, la volatilidad del medio ha dado a sus habitantes un carácter sólido. Los que no quieren perderse, han perdido esa intención de destruir el sistema sin tampoco aceptarlo. Así que acatamos las órdenes sin entenderlas, lo cual es extremadamente incómodo. El subconsciente de una habitante, Rosa Pérez, de 21 años, nos da su visión del entorno:
"La ciudad donde vivo me da igual. Veo que el ayuntamiento se empeña en poner su escudo en bancos, papeleras y colegios, como esperando que nos identifiquemos con ella, que la sintamos nuestra. Finalmente, ni siquiera mi casa es mi casa, pues dentro de tres años no puedo saber si viviré allí y, más importante, no voy a pelear por mantenerla si tuviera otra casa. Soy, como dices, de la generación que no quiere perderse, pero lo cierto es que no sé dónde estoy. El torrente de filosofía y progreso es tan grande que ha terminado por desviarse de mi generación, que ve aguas demasiado turbias para los que tienen que aprender a nadar. Nos parecemos a nuestros padres y madres, aunque no lo creas, la generación perdida. Nuestras preguntas, aunque numerosas, no son planteadas en serio no ya porque no sean respondidas, sino porque ni tan siquiera son pensadas. Apenas dichas como para cubrir un cupo mínimo humano de filosofía. Estamos rodeados de estos cupos mínimos, de cercanía a la familia, de demostrar amor a la pareja, de limosna al desamparado, de interés en el trabajo y de respeto a las tradiciones. Es como si no pudiéramos dejar de hacer los deberes, no pudiéramos vivir sino siempre cumplir el cupo mínimo para luego poder descansar de nuevo. Siempre en necesidad de descanso, siempre estresada, siempre en ninguna parte, siempre deseosa de que pase el cambio y me dejen en paz de nuevo. Es una situación incómoda porque yo sé que lo quiero todo claro, más claro de lo que lo quiso mi padre o mi madre, pero es que no tengo ni idea de qué ideales debo seguir, qué cine es bueno, qué trabajo es el mío, cómo demostrar amor correcto a mi pareja ni cómo tratar a mi abuelo. Mi madre quizá tenía claro que quería llevarse mal con todo el mundo, pero después no sabía qué enseñarme y me quedé como llegué. Esto es lo que nos hace tan sólidos. Hoy en día no queremos grandes turbulencias, ni grandes cambios, queremos saber que es lo que hacen todos los demás para ser felices y criticarlo como todos los demás. La juventud ya ni siquiera es revolucionaria, solo somos desconfiados. Tenemos esa capacidad heredada de recibir insultos y no hacerlos nuestros, podemos oír hablar mal de nuestra sociedad, de nuestra comunidad, nuestros supuestos hermanos y hermanas, y no sentir que realmente hablan de nosotros. Qué rara es hoy en día la gente que ya no quiere tener casi ninguna particularidad. Qué frío es el mundo que ni las familias se conocen hasta el amor. Qué raro el mundo que me ha tocado ser, en el que nadie iría convencido a la guerra por nada."
Personalmente discrepo con un par de apuntes de Rosa, principalmente porque veo que ha entrado en el juego de moda. Es curioso, ya no hay modas para doscientas personas. Ahora todo va de uno en uno. Todos somos igual de únicos que el de al lado, con nuestra propia ropa, nuestra propia música, gustos culinarios, fílmicos o futbolísticos. Quedan pocas cosas en alza que se lleven a cabo entre muchos. Y, sin embargo, aunque ha quedado este mundo extraño de tan normal que es, nosotros no somos tan malos chicos. Quizá sea solo una costumbre ahora de moda que es la de acatar órdenes. Históricamente nos dedicamos a temer las órdenes hasta que las combatimos en lo que quisimos, y ahora queda poca gente rebelde en la generación. Uno no puede interiorizar una orden a menos que trate de romperla y se arrepienta o a menos que la haya creado él mismo. También hay que amar esas órdenes, esas viejas estructuras, y para ello hay que interiorizarlas dinamitando las que no nos convencen y creando las necesarias. En cualquier caso la generación que no quiere perderse no ha tomado aun el timón del destino de la humanidad, pero ya sabe que no lo quiere coger y acabará dándose cuenta de que hay un cadáver manejándolo. Habrá que enseñar a los que vengan, tendrán que darse cuenta ellos, de que el mundo no es sino lo que hace de él la comunidad. Nuestras hijas e hijos serán, sin la menor duda, aún más inteligentes.
Isidro, tus palabras me hacen reflexionar... me han dejado un sabor agridulce. Agrio por la desoladora realidad que presentas, dulce, por verme identificada en la mayor parte de tu análisis. Ese es el primer paso para poder enlazarnos en comunidades, uniéndonos con lazos de amor fraterno, dando otro sentido a nuestras vidas. Viviendo de verdad.
ResponderEliminarMe han gustado las palabras de Rosa, sobre todo en referencia a que vive en contante estrés y a su percepción de que vivimos con muchas obligaciones impuestas de manera externa.
Pero creo que no todo esta perdido y que casi todas las personas nos integramos en diferentes grupos a los que sí nos sentimos atadas de alguna forma (familia, barrio, amistades, trabajo...). Creo que tenemos que explorar esas relaciones.
Por otra parte, aún mantenemos (aunque de manera muy débil y con nefastas consecuencias) unos lazos con el resto de seres que nos rodean. Considero que debemos dar a esas relaciones la gran importancia que tienen, para construirnos de una manera integral como comunidades y como personas.
Abrazos con amor,
Clara.