El Paseo
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Una treintena de grados nos protegía excesivamente del frío. Había salido a pasear con mi perra a eso de las seis de la tarde. Recuerdo llegar a las afueras de la ciudad y verle ahí, desorientado, perdido y agobiado por el calor. Fui a asistirle por la curiosidad, porque quería creer que realmente era él y porque realmente necesitaba asistencia. Era exactamente igual que en la foto que cubría el libro, suyo, que estaba leyendo. Yo diría que era Franz Kafka. Su cabello frondoso y oscuro, su mirada perdida e intensa y una expresión de calma incluso estando desorientado. Era la primera persona a la que veía con traje sin que me pareciera un tipo especialmente elegante, sino solo correcto. Un tipo atlético, aunque verdaderamente delgado:
- ¡Eh! - le dije, desconfiando - eres igualito a Kafka, el de los libros, el de la Metamorfósis... ¿Quieres agua?
- Sí, por favor - me dijo, con una voz tranquilizadora - Yo, yo... Yo soy el de los libros, sí. Soy Franz.
- Pero te habías muerto. Estabas muy muerto desde 1924.
- Tampoco debería hablar español, ni estar aquí, ahora. Pero teniendo en cuenta que mis obras consisten en el tratamiento realista de una situación irreal, como es esta, podemos permitírnoslo.
- ¡Uao! Como quieras. A mí me alegra conocerte, me gustan tus libros. Toma, el agua.
Le pasé una botella con la que había salido a la calle, prevenido por los termómetros. Mientras bebía, de una forma desesperada, dos o tres gotas se escapaban de sus labios y caían al suelo, donde estaba mi perra olisqueando sus zapatos, a los que acababan de sacar brillo. El escritor se agachó, acarició al animal y me miró al recomponerse:
- Enséñame tu mundo. Quiero conocer a la gente de este momento. Las cosas están muy cambiadas, vuestras ropas tienen tanto color, vuestros cabellos son tan estrafalarios y... es todo distinto. Todos seríais locos en el lugar del que vengo, claro que aquí sería un error sentirse loco por ser así. Aquí el loco soy yo, claro.
- Tienes fama. Ven. Te llevaré a un lugar en el que seguro que caes bien.
Se le veía ilusionado, dentro de un comportamiento más racional del que me esperaba. Se podía decir que era un tipo muy racional, bastante normal. La gente le miraba por esa apariencia tan anticuada, pero con su toque de... clase. Tenía cierta clase. Después de un paseo, donde hablamos de unas cuantas banalidades y convencionalismos, llegamos a la biblioteca.
Allí, la gente, en general, le reconoció. Pensaron que sería un disfraz, pero uno tan bueno que distrajo a todos de su lectura o su estudio. Todos le miraron, abrían ligeramente boca como si estuvieran a punto de decirnos algo sobre mi acompañante. El que no sabía quien era, fue rápidamente informado por el de al lado, de forma que todos supieron pronto quiera era el tipo que quizá había entrado en la sala. El checo, advirtiendo que era el centro de atención, sonrió ligeramente y saludó inocentemente a la sala. "¡Hola!", dijo en un tono que no molestaría, pero que se oiría en toda la sala. Al tiempo que la prohibición de hacer ruido perdía legitimidad, los que estaban allí comenzaban a creer que ese señor era realmente el escritor atormentado que creían muerto desde hacía décadas. Una mujer, de unos cincuenta años, se puso en pie y habló en un tono que aparentaba tanto que pensase que aquello era una broma como que creía que era él de verdad:
- Yo... Yo me he leído un par de veces las cartas que le enviaste a tu novia, a Felice.
- ¡Oh, Felice! - contestó él con total firmeza, acrecentando las dudas - Era buena chica, pero ambos somos personas muy complicadas.
- El caso es que no sé si me enamoraría de ti o si te odio y me volverías loca.
- Siempre nos volveríamos locos, para eso nos enamoramos, no para pasarlo bien, no para ser felices.
Franz caminó entre las mesas de la biblioteca, correspondiendo a cada paso a todas las miradas que le rodeaban. Se detuvo junto a un muchacho de unos veinticinco años, que leía Don Quijote de la Mancha:
- Buen Libro... Me gustó el final.
- Gracias. Yo todavía no he llegado.
- Es un libro largo...
Mientras hablaba, todos en la sala dejaron de creer que aquello era una broma o un disfraz. Era preferible imaginar que ese era el verdadero y lo lógico dejó de ser una opción apetecible. Ya no era importante que no tuviera sentido que siguiera vivo, era más importante que estaba vivo, claro. Un hombre, de unos treinta años, cuya cabeza clareaba por arriba lo que no afeitaba por abajo, se levantó. Ajustó unas gafas de montura gruesa a sus ojos y, señalando a Kafka, dijo, altivo y nervioso:
- ¡He leído todos tu libros...!
- Eso está muy bien - interrumpió Franz, con ánimo de calmarle -.
- Puedo decir que, después de leerme los de James Joyce y los de Marcel Proust, tú eres el más flojo de los tres.
- ¿Qué le vamos a hacer? Son muy buenos escritores, a mí me gustan bastante.
- ¡Es que tu obra esta mucho más vacía de lo que se nos ha hecho creer...!
- No soy consciente de la repercusión de mis libros. Yo solo quería hacer lo que me parecía que se me daba mejor.
- Ha sido la imaginación de la gente la que ha exagerado tu capacidad literaria que realmente no va muy allá, como tu narrativa...
- ¡Y una mierda! - se alzó otra, una mujer de unos cuarenta años, enérgica e indignada - Que no sea tan pedante y complicado como Joyce y Proust es precisamente lo que le hace un genio. Kafka es la mayor influencia para la literatura del siglo veinte, quien lo sustituya por uno de esos dos pringados es un imbécil que cree que los libros son mejores cuanto más aburridos.
- ¡Una mierda para ti! - dijo el hombre, por alusiones - Tú no has abierto un libro de verdad en tu vida, vuelve con tus cuentecillos.
- Yo, personalmente, tampoco lo veo del todo así - dijo el escritor, intimidado por la pelea que se formaba en su nombre - No hay porque gritarse. Ninguno de nosotros hemos sido para tanto.
A pesar de las buenas intenciones del escritor judío, la discusión continuó, plagada de básicos insultos e intrincados argumentos. Todo intento de pacificación fue vano, la sala entera entró en el debate que además saltaba a velocidad luz de unos temas a otros. Acusaciones de no haber leído suficiente o no leer libros suficientemente complicados atravesaban de un lado a otro la sala. Peleas entre el Romanticismo y el Realismo podían varían en cuestión de segundos a gritos de lucha entre los escritores americanos y los europeos. Por lo general, todo el que quería adornar bien su argumento situaba un "Yo que me he leído todos los libros de..." antes de cada frase. Kafka me miró a mí y a mi perra, asustada, y me dijo:
- Me agobia profundamente este lugar. Vámonos, por favor. Ya me enseñarás lo que sea que encontremos por la calle.
Salimos al instante a la calle, a tomar el aire, bastante menos cargado en aquel momento. Kafka estaba realmente agobiado, se arrastraba apoyándose con un brazo en la pared y sujetando con el otro la gabardina y el traje que el calor le obligaba a quitarse. De pronto, comenzó a toser profundamente, como si cada tos quebrara algo en su interior. Se llevó tan pronto como pudo un pañuelo a la boca hasta que la tos cesó. Al apartar el pañuelo, estaba ligeramente impregnado de sangre. Me miró y me dijo: "estoy bien, quiero continuar. Por favor, no te alarmes". Yo, que no deseaba discutir, me limité a llevarlo por la calle. Nos seguían, desde la distancia, cinco o seis personas de la biblioteca que no querían desaprovechar la ocasión de pasar un rato con un escritor al que seguramente admiraban. Al pasar un tiempo, sin que la condición del escritor checo mejorase notablemente, llegamos a un lugar del que salía una música que no dejaba de sorprender a mi acompañante. Insistió en que quería entrar, aunque la música no le resultaba melódica en absoluto, pero quería conocerla. Quería descubrir algo nuevo, totalmente ajeno a él, no le preocupaba que no le gustase demasiado. Me preguntó si era un casino o un club privado, le dije que seguramente sería un garito de jóvenes, quizá borrachos, a los que no les molestaría nuestra entrada.
Efectivamente, el alcohol relajó lo extraña que resultaba nuestra aparición e hizo más sencilla la presentación entre nosotros dos y las diez o doce personas que pasaban el tiempo en aquel lugar. El suelo, pegajoso, estaba sucio, como las miradas que se intercambiaban los chavales con las chavalas. Todos con su respectivo vaso, rebosando licor y vibrando cada vez que el equipo de sonido daba una nota lo suficientemente alta de una música realmente alta. La experiencia estaba dejando en Kafka una cara de admiración, descubrimiento y a la vez agobio causado por el ruido ensordecedor al que todos los demás estábamos acostumbrados. Se había puesto a hablar con una pareja, preguntando por el sonido que salía del equipo de música. Se hizo rápidamente a la idea de que la música se capturaba digitalmente y luego salía por los altavoces tal y como la hubieran grabado en un estudio. A partir de ahí se interesó por el género concreto y lo que esa música causaba en esa gente:
- ¡Buah! Me mola porque el reggae me deja muy tranquilo, como para no pensar en nada - dijo el joven, embrutecido y sin pensar mucho lo que decía - Es lo mejor que hay ahora mismo.
- Oh, ¿te resulta tranquilizador? - preguntó Franz.
- Sí, tío. Con esto se te olvida todo.
- Me gusta. Es interesante.
- ¡Vaaaamos!
- ¡Tú! - dijo otro de los muchachos, que llevaba mirándonos un rato - Esto es una mierda, no se entiende nada y el ritmo es súper ridículo. Esta música si que mola.
Cogió el ordenador al que estaba conectado el equipo y cambió radicalmente el género por algo más animado, con guitarras. Kafka puso cara de sorpresa, se centró en el nuevo sonido y concluyó que le resultaba agradable la enorme cantidad de adrenalina que le suponía oírlo por primera vez:
- Esto es metal, transmite más. Esto sí que es lo mejor ¿A que sí? ¿A que mola más?
- También me gusta, es más movido -dijo Kafka, con sinceridad-. Pero el otro era muy interesante también.
- ¡Nah! El reagge no vale para nada. Podían quemar todas sus canciones y el mundo sería un lugar mejor.
- No veo que ganásemos nada perdiéndolo.
- Déjalo, tío - intervino el muchacho que defendía la primera canción, mientras paraba la que hasta ahora se escuchaba - Es imbécil. Si le gusta escuchar ruido no se puede hacer nada. Encima quiere acabar con la buena música.
- Es un ruido interesante, no hay por qué enfrentarlos - insistió el escritor.
- ¡Tú música es una mierda! ¡Encima solo te sabes las típicas de reagge porque a ti realmente no te importa la música! ¡Si te importara escucharías buena música de verdad!
- ¡Basta! - dijo Kafka - ¡Estoy harto de vuestras peleas! Esto no tiene sentido. Que exista un sonido no perjudica en nada a otro. Precisamente la humanidad inventa sonidos, escritos o imágenes para enriquecerse, no para dividirse. No hacemos más que renunciar a tesoros cuando insultamos cosas alejadas de nuestras culturas o nuestros gustos. Yo creo que aquí deberíamos...
Una nueva canción interrumpió de forma grosera al escritor. Al percatarse, me miró y me dijo con su mirada que también quería salir de ahí. La gente no se dio prácticamente cuenta de que nos íbamos. Ahora se abría otro frente después de que comenzara a sonar otro género musical. Dos humanos y una perra salimos del local rápidamente y nos encontramos con tres personas, jóvenes también, que habían esperado desde que entramos en la puerta. Venían de la biblioteca. Uno llevaba incluso una copia de El Proceso con intención de que Franz lo firmase. Viendo su cara de desconcierto, mezclada con algo de tos, uno saltó, dando por hecho todo lo que hubiera podido pasar dentro del garito:
- ¡Kafka, seguro que te has encontrado con un montón de borregos ahí dentro que no han abierto un libro en su vida...!
- No... - dijo Franz, agotado, cuando las toses remitieron.
- Esa gente no vale la pena. No les importa nada la cultura, no hacen ningún esfuerzo por crecer, se dedican a perder el tiempo en banalidades y no a cultivar la mente.
- Basta... - decía el escritor, llevándose las manos de una forma extremadamente lenta a la cabeza.
- Es increíble lo estúpida que puede ser la gente corriente, y lo estúpido que es todo lo que les rodea. Por suerte, hay un mundo de cultura que nos libra de ser las bestias que ellos son. Y todo gracias a que gente como tú lo crearais.
Al oír aquello, al oír que él mismo había contribuido a aquella locura, las manos de Kafka, que estaban a la altura de sus hombros, retorcieron sus dedos. Retorcidos hasta formar un puño, se quedaron quietos, como si contuvieran los gemidos de auxilio del escritor. Tres segundos duró la parálisis en la que nos sumimos todos los allí presentes, tres segundos de tensión absoluta. De pronto, los puños del checo se lanzaron a la velocidad del rayo sobre aquel que le felicitaba por crear un mundo más dividido entre los que se sienten inteligentes por esto o por aquello. Una y otra vez golpeó el cuerpo del muchacho, mientras yo intentaba apartarle o detener sus manos que ya tenían los nudillos llenos de sangre. Franz gritaba, furioso:
- Sois ridículos... ¿Qué demuestras?... ¿Te crees mejor así?... ¡Eres ridículo! ¡Ridículo!
Continuó golpeándolo hasta que llegó la policía, que redujo a Franz y lo esposó. Cuando iba a meterlo en el coche patrulla de camino a comisaría, el escritor echó un último vistazo a su alrededor, con la mirada serena, penetrante y solemne. Me miró, y con su mirada pareció decirme algo que mi imaginación se encargaría de descifrar, o quizá de inventar. Al tiempo que se introducía en el coche, se evaporó como un fantasma. Desapareció para desconcierto de todos, dejando a nuestra imaginación lo que quiso decir con esa última mirada.
"Simplemente, no sobrestimar lo que he escrito; de otro modo se me volvería inalcanzable lo que aún espero escribir". F. Kafka
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