Quizás

Lo escalofriante es no saber si ocurrió.



Hoy los inseguros se tumban, aplastados por la visión del cielo nocturno y son acosados por todo tipo de preguntas. Un proceso tan único se repite infinitamente, sin embargo, a lo largo y ancho de todo el globo "¿Quién nos creó? ¿Qué pretendía? ¿Tan insignificante es mi existencia? ¿Lo sabré algún día?". Pero ahí vamos a seguir, huérfanos, sin guías para un camino que no nos han pedido recorrer. Solos con nosotros mismos, con otros siete mil millones de huérfanos, para disimular nuestra orfandad.

Y el mundo de los quizás es tan amplio que las historias más macabras caben en él sintiéndose igual de a gusto que las más lógicas. Permitidme contar uno de esos quizás, uno de esos que explican cómo llegamos hasta aquí. Uno de hace mucho tiempo, unos doscientos mil años atrás, en algún lugar del este de África.

Al poblado de la tribu Aiti-Ihi se acercan enviados de todas las venideras a rendir tributo ¿Por qué? Porque allí han tomado residencia los Mui-Hi. En el idioma de la zona, que los Mui-Hi inventaron para los humanos, Mui-Hi significa "Amos en pie". Ellos llegaron a la Tierra hace hoy tres millones de años, llevaban cien años viajando desde un lugar relativamente cercano de la vía Láctea. Se asentaron aquí al ver la capacidad de recuperación que mostraba la vida del planeta. La facilidad para sustituir el reinado de unas especies por otras les proporcionaba la tranquilidad de que si fallaban en sus experimentos la vida se restaurarían. Eran especialistas en ingeniería genética y en la psicología de la fauna y flora del lugar. Ellos, los Mui-Hi, no eran animales, su carne no sangraba y lo que parecían sus ojos nunca apuntaban a sus interlocutores. El aspecto de los animales del lugar les resultaba curioso, incluso gracioso, gracias al paso de cientos de años de estudio. Pero su aspecto resultaba incómodo, cuando no terrorífico, a todo lo que les percibía. Medían unos dos metros y medio de alto y tan solo medio de ancho. Nadie sabía decir donde acababa su cuerpo y donde comenzaba la máquina que habían diseñado, hecha con carne, para adaptarse al terreno. Su olor hacía pensar en algo más allá de la vida. Cuatro pequeñas piernas, tres brazos que arrastraban para recibir información del suelo, un tórax de un metro vacío, grisáceo y que no podía quitarle ninguna atención a lo que debía ser su rostro. Dos perlas del color de la niebla fingían ser ojos en una cara que no tenía nada más para adornarse hasta que los Mui-Hi se enfadaban. Cuando querían intimidar, de los bordes de su cara asomaban un círculo de colmillos de titanio que expulsaban agua y un rugido agudo y chirriante. Para comunicarse con cualquier criatura no necesitaban aprender idiomas pues, con telepatía, utilizaban conceptos de sus imaginarios para enviarles un mensaje como: "caza gacelas", "cura a los enfermos", "no te enfrentes a los amos en pie" o simplemente "miedo".

Mezclando cuidadosamente su propio ADN, con algo del de los lobos y con mucho del de los austrolopitecos, dieron lugar a los humanos. Los Mui-Hi sabían por propia experiencia que la tecnología era siempre un peligro que podía ponerse en su contra. El proceso se repite. Los creadores encuentran limites físicos para su progreso, que arreglan con creaciones cada vez más poderosas. Cuando estas creaciones son demasiado poderosas, se sienten frustradas debido a su consideración de inferioridad y aniquilan a sus creadores. Para arreglarlo, los Mui-Hi instalaban una relación de perpetuo respeto y miedo en los humanos, haciéndoles siempre inferiores a ellos y haciéndoles creerse inferiores a ellos. Ya que no debían crear nada superior en fuerza, pero como la necesitaban para continuar su progreso, la dividieron entre cada individuo de la nueva especie. No podían enfrentarse a todos, pero bastaba con dividirlos para someterlos uno a uno. Controlando sus pensamientos e imponiendo los suyos en su cabeza. Eran más listos, más rápidos y más fuertes que cualquier hombre. Cuando una tribu se volvía peligrosa, la expulsaban de esa Tierra, con lo que perdían el contacto con el resto de humanos, pero no con los Mui-Hi, que podían hablar a cualquier distancia con lo que fuera. Controlan los árboles que dan frutos, las panteras que atacan o los elefantes que se descontrolan. No obstante, la mayor fuente de su poder era ser la voz de un padre, las veinticuatro horas del día en la cabeza de todo ser. Te decían cómo había que hacer las cosas, qué era el bien y el mal e incluso cuándo tenías que lanzarte en la caza o en el amor. Y eran solo unos veinte, pero a ojos de hombres y mujeres eran todopoderosos, porque sí podían dar respuesta a todas sus preguntas, porque eran sus padres.

En la tribu de los Aiti-Ihi los "amos en pie" tenían un trato también basado en el miedo, pero en un miedo conocido, con el que se convivía día tras día. En tan solo una semana, los Mui-Hi tenían que reprimir al menos dos pensamientos de "creo que al resto tampoco les gustan" en cada habitante. Pero controlados uno a uno no podían comunicar su sospecha y a sus ojos casi siempre daba la impresión de que eran reverenciados sin queja. Allí no eran una leyenda, eran una mafia. Pero mafiosos a los que valía la pena obedecer, porque al igual que castigaban a los insumisos, se veían como los protectores de la humanidad. Comitivas de todas las aldeas en cien kilómetros al rededor cargando a niños enfermos venían porque solo los Mui-Hi sabrían curarlo. Los Mui-Hi dan buenas cosechas, detienen peleas, defienden tu casa cuando hacen enloquecer a quienes pretenden asaltarla. Entran en las cabezas de los rebeldes y les humillan por dentro, hacen sentirse pequeño y desear no haber alzado la voz. Y el único precio de esa defensa es obediencia y metales. Extraer metales como el cobre, el oro o el titanio era la principal misión que tenían los Mui-Hi en la Tierra y para la que crearon a los humanos, fuente de energía para las naves que iban y venían cada quince o veinte años. Esa era la vida, hace doscientos mil años.

Un hombre y una mujer de la tribu, llamados Naad y Vae, llevaban viendo aquello desde que tenían memoria. Naad y Vae eran cazadores, ambos, y habían conocido a Gael, una leyenda en el pueblo. Gael se rebeló contra los amos cuando intentó asesinarles con una vara de oro que fingía darles como tributo. Era querido por todos los mineros, pero por separado. Ningún minero, cazador o agricultor le dijo nunca a otro lo bien que le caía o si le admiraba, pero era su "patrón". Gael no fue expulsado sino asesinado, pues solo se expulsa a quienes manifiestan su descontento, si intentas acabar con su poder, eres asesinado. Naad pensaba una vez al día en vengar su muerte, y cuando se lo dijo a Vae, ella le contestó que lo hacía tres veces al día, cuando pasaba junto al lugar donde murió, cerca de su hogar. Por algún motivo, los amos no reprimieron aquellos pensamientos, a pesar de tener conocimiento de ellos. Se dedicaron a crear odio hacia ellos por el resto de la población. Les engañaron al decirles que habían ahogado a los siete perros que vivían allí, cuando ellos habían obligado a los perros a ahogarse en el lago. Naad no pudo volver a casa, y Vae lo acogió en la suya. En cuestión de horas, aparecieron los Aiti-Ihi más fieles a los amos, les capturaron y los llevaron, con lágrimas en los ojos, al centro del poblado. Allí les esperaba otro Aiti-Ihi con orden de clavarles un puñal en la frente a cada uno, como se ajusticiaba a los extranjeros en la tribu. Él no quería, porque eran amigos, era una humillación y probablemente era por una mentira. Pero la voz de sus "padres" se lo decía. Le calmaba recordándole que era lo correcto, que tenía que matarlos

Naad comenzó a reír al ver las lágrimas de su ejecutor. Mientras, Vae le dijo: "Preferirías clavártelo a ti mismo. No obedezcas. Han mentido. Vengar a Gael es la misión hoy". Todos los Aiti-Ihi se acercaron a la ejecución, pero ninguno intervino. Naad les gritó: "¡Hoy los padres se van! Él no va a ejecutarnos". "¡No podemos echarles, están dentro de nosotros! ¡Cuando se alejan son cadenas que siguen con nosotros!", contestó alguien desde el público, expresando el sentimiento general.

"¿No os dais cuenta de que todos tenemos las mismas ganas de echarlos, aun a pesar de lo mucho que les amamos?", contestó Vae "Yo también amo a los Mui-Hi y sé que han traído prosperidad al mundo, pero quiero crecer sin ellos, quiero vivir en pie como viven ellos y ser dueño de mis actos. Y sé que es algo que ellos odian. Odian no estar en control, odian lo que se sale de sus criterios cuando dibujamos pinturas distintas a las suyas o generamos la música que ellos nos prohíben. Hemos nacido bajo sus cuidados, que nos dan incluso para no errar al formar una familia. Yo también adoro saber que puedo besar a quien amo porque los padres me lo han dicho, o que venceré en un combate si sigo los golpes que me ordenan dar. Y nos han dado un propósito en el mundo, sobrevivir y recolectar metales. Sé que a muchos os reconforta saber lo que tenéis que hacer pero sé que odiáis no haberlo elegido vosotros mismos. Queréis sobrevivir y ser libres de elegir cualquier cosa. Hay que obligarles a hacernos libres".

"Ellos son más fuertes", contestó otra persona, "y me dicen que es mejor volver a casa".

"Os lo llevan diciendo desde que nacisteis y sin embargo seguís aquí, porque esperáis algo. Y yo, al menos, voy a clavar esto de aquí en esa horrible mirada que tienen los amos en pie" dijo el verdugo, refiriéndose a su puñal. Naad, que aún reía, invitó a todos a darse cuenta de que las voces estaban dentro de ellos, pero no eran ellos y podían extirparlas. Fueron en masa al jardín sagrado de los Mui-Hi armados con lo que encontraron e ignorando todo lo que oían en su cabeza al grito de "¡Gael! ¡Gael!" Cuando estuvieron delante, los Mui-Hi intentaban escapar. Y aquella visión, la de sus padres acobardados y echados a la huida, les hizo llorar. Pero entre llantos destruían su laboratorio y los vehículos en los que trataban de huir. Rodeados, los Mui-Hi asomaron sus colmillos de titanio y se prepararon para el combate en las armaduras del metal recaudado. Naad dio un paso al frente y dijo: "Si os arrodilláis y os marcháis de nuestras cabezas, viviréis respetados como los ancianos y las ancianas."

Los Mui-Hi, acobardados, retiraron los colmillos, se desarmaron y se sentaron, pidiendo clemencia y calma en las cabezas de todos ellos, pidiendo respeto tras años como consejeros.Todos recordaron el cariño que sentían por sus padres, pero algunos estaban borrachos de libertad. Un minero lanzó un hacha sobre la cabeza de uno de los amos, que no sangró pero sí murió. A aquella hacha le siguieron lanzas, puñales y más hachas que dejaron a los Mui-Hi desapareciendo en una hoguera en la que los quemaron más tarde. No sabían muy bien lo que hacían, probablemente porque la voz que les indicaba lo que estaba bien o mal carecía de sentido... y desaparecía. El silencio de sus cabezas era incómodo, excitante y, a la vez, capaz de calmarles. En todo el planeta los humanos habían dejado de oír las voces, sin saber por qué, esperando que volvieran. Unos cazadores indios esperaron dos días la respuesta de si era el momento adecuado para disparar sus arcos. Un sacerdote escandinavo esperó cuatro semanas para saber si convenía sacrificar un alce enfermo. Un poblado al norte de China esperó cuatro meses a recoger el arroz. Y un muchacha en el Sahara occidental perdió la oportunidad de besar a un chico que estaba claramente ofreciéndose por esperar esa orden. Todos esperaban la voz que les decía: "ahora" para actuar hasta que se vieron obligados a decírsela ellos mismos, sin saber qué había sido de sus padres. Solos entre hermanos, pues seguimos separados como individuos, nunca más con alguien que pudiera saberlo todo sobre ti. Reunir metales sería solo una opción que podía ser ignorada en todo el mundo. Nunca más saber en qué consistía nuestra existencia, al menos no para los Aiti-Ihi, que a partir de entonces serían los "Hi-Aiti-Ihi" u "hombres en pie".

En realidad, casi todos volvieron a inventar aquellas voces, las tribus desde poniente hasta oriente creaban nuevas leyendas, basadas en lo que recordaban de los Mui-Hi, exageradas y exaltadas. Crearon nuevos dioses para acallar la inseguridad que produce una cabeza en silencio. Pero los Hi-Ati-Iji habían matado a los dioses y, aunque sabían que sus descendientes no lo recordarían, no inventaron nada para sustituirlos jamás hasta hoy día. En su lugar huyeron buscando una tierra nueva en la que inventar un nuevo propósito para su existencia. En lo más profundo de la selva más lejana formaron un hogar, sin saber ya ni por qué habían abandonado el suyo. Lo único que sabían los Hi-Aiti-Ihi, es que nunca más tendrían miedo.

http://en.wikipedia.org/wiki/Pirah%C3%A3_people

http://www.mundomisterioso.net/2012/07/una-metropolis-de-200000-anos-en-africa.html

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