El ejército del aburrimiento

Mucho tiempo había fantaseado Martín Rionegro con ideas vanas. Saltaban a su mente imágenes cruzadas de sus amigos, de su profesor; se cruzaban con pensamientos bobos, disfrazados o peleándose entre ellos y las ideas saltaban fuera con un soplo de humor de Martín. El joven estudiante caminaba los senderos de la distracción en medio de una clase de Lengua Castellana. El rumor monótono de la voz académica mecía su cerebro con gentileza y le invitaba a recrear imposibles, gastar el tiempo en naderías. Pensaba en cosas que nunca más le volverían a parecer interesantes:
- ¿El señorito Rionegro nos acompaña hoy o solo de cuerpo presente? - preguntó don Carlos, machacando su coletilla para los alumnos en babia.
- Perdón. Si me he enterao. Que 'hay un péndulo del neoclásico al romanticismo y al realismo otra vez' - repetía mecánicamente, sin entender una palabra, lo último que su cerebro registró.
- Muy bien. Ahora me explica, nos explica, las diferencias entre el neoclásico y el realismo ¿Puede ser?
- Sí puede - se defendió el muchacho
Causó una risilla que revoloteo fugazmente por el aula. Don Carlos palpaba en sus compañeros como estaban ávidos de un estímulo que les rescatase del sopor. El distraído acudió a su compromiso:
- Pues en el neoclásico... - una pausa, que causó un nuevo murmullo de burla y la sonrisa del profesor satisfecho ante la presa fácil - Pues, a ver...
- A ver
- El neoclásico es un estilo serio ¿No? Y como que busca mucho las referencias y las normas y los clásicos, claro... Entonces el romanticismo es como que lo desafía y el realismo vuelve un poco a la seriedad a que las cosas sean serias.
La risa se abrió paso alegre con la mirada de don Carlos recorriendo el techo. De su mayor esfuerzo había sacado el pobre Martín esas frases después de unir medios conceptos y recordar los pedazitos que sí había guardado. Ahora era afrentado, por la clase que buscaba un bufón como agua busca el sediento y por el profesor que buscaba el crimen de no prestar atención. El muchacho bajó la cabeza para buscar defensa en el verde de su pupitre, tan neutro y tan callado. El profesor si consintió el ruido del jolgorio, pero poco duro la algarabía.

Se abrió la puerta con un golpe del mayor estruendo. No había llegado a duplicar el golpe en la pared y por ella entraron diez hombres armados con lo menos otros veinte detrás. Sus armas eran unas lanzas inmensas que se veían obligados a no llevar en alto por chocar con el techo. Les protegía a todos un sobrero de estilo 1600, unas vestes de malla y la sobreveste con un árbol negro cosida en pechos y estandartes. Uno de ellos se asomó de la galante escuadra, con inmensa barba y la cabellera al raso. Caminó gallardo hasta el profesor y puso en su cuello la punta amenazante una espada fina, de empuñadura de acero con piedras de jade. Con voz grave, como si dos gigantes cruzasen su voz en él, dijo:
- ¿Son estas tus huestes?
El profesor Carlos seguía fuera de sí. El entendimiento apenas le alcanzaba para apartar su cuello prudencialmente de la hoja estrecha de ese sable. El soldado prosiguió:
- ¿Treinta muchachitos, cuento yo, que a lo sumo sabrán poner el cuello para que el enemigo lo degolle y poco más, que ni el escudo tendrán idea de como se levanta?... ¿Calláis ahora, cuando antes llenábais a nuestro señor de agravios? ¿Se os hace poca tropa treinta renacuajos contra ¡las diez mil espadas de Rionegro 'el necesario'!?
Alzó los brazos el soldado, y todos los que detrás tenía bramaron para respaldarle. Los alaridos de júbilo se oyeron progresivamente más lejos, recorriendo los largos pasillos, del instituto, el patio también y proviniendo incluso de las ventanas de la calle. La clase no se movía más que con la sacudida de sus escalofríos ante la visión de esos hombres temibles, berreando ahora como los que han cruzado victoriosos el ecuador de una batalla.

El hombre de la mucha barba y el pelo raso, con la cara atravesada por su sonrisa, llegó en dos zancadas frente a Martín Rionegro, atónito ante el espectáculo. Lo tomó en sus brazos como si fuera de plumas y se lo colocó a los hombros. La escuadra levantó sus puños al verle y proclamó "¡Viva  Rionegro!". El muchacho dejó caer una sonrisa de incredulidad. Acompañado de esos vítores, le sacaron del instituto y lo presentaron triunfal ante un ejército victorioso.

No se veía el final de las tropas, ataviadas con similares ropajes. Allá donde caía la vista, se divisaba el estandarte del árbol negro que los hombres agitaban con fervor. Gritaron durante largo rato, llorando los que más cerca tenían a Martín, con las manos para plegarias y los labios bailando en silencio.

Después de unos instantes de éxtasis, el gallardo portador bajó a Martín de sus hombros. La adrenalina le provocaba brillos en los ojitos y se subia la cremallera del chandal por completo, refugiándose del pavor y el gozo. El hombre que le había rescatado de la lección permanecía arrodillado. Después de pasarse la mano por la ajustada cabellera anunció:
- Martín Rionegro 'el necesario', el faro de nuestros mares, estandarte de nuestras glorias y motor de nuestros brazos. ¡Martín! Martín Rionegro, aquí delante somos tu ejército, los diez mil más valientes entre los millones que viven este mundo. Martín, soy Nicanor de Valencia, tu humilde siervo como general de tus ejércitos.
- ¿Mis ejércitos? ¿Cómo... a ver?... - las palabras se agolpaban en el éxtasis, mientras los fieles de Martín esperaban a que hablase - ¿Soy el líder...? ¿Soy yo algo...? ¿Sois mi ejército?
- Sí lo somos, don Martín. A fe que somos tan de ti como los brazos que te llevas a la cabeza o las piernas que haces temblar ahora mismo.
- Pero, pero... ¿Es de verdad...? ¿Yo tengo, para qué tengo un ejército?
Nicanor bajó la cabeza y todos los que allí estaban siguieron su ejemplo. Su voz se endureció para la grave ocasión en que tenía que decir:
- Oídme, mi señor, que las batallas están próximas y el tiempo ha puesto ya la hora de nuestro fin. Tomad vuestra la espada y señalad el destino, que nuestro acero abrirá las puertas hasta él.


* * *


La caballería abrió las filas de los arrodillados que rodeaban a Martín Rionegro. Uno de los montados advirtió:
- Ya llega la policía, Nicanor, y tratan de cercarnos. Organiza el ataque.
- Bien, romperemos el cerco - sentenció el general mientras se erguía.
- ¡No, no!... - se alarmó Martín - Eh, mejor no atacar.
- Hmm ¿Preferís tomar el instituto como fortaleza, mi señor? Podemos con ellos, no habrán traído más de mil o dos mil campesinos disfrazados de guerrero.
- Nunca diré una cosa así. Podéis con lo que queráis chicos, pero vamos a no matar a la policía, luego vendrá más.
- ¡Y más muertos apilaremos hasta su rendición! - dijo alguien entre la muchedumbre.
- Mi señor, - dijo Nicanor - ¿queréis parlamentar una tregua?
- Sí, esa es una idea súper buena, por eso eres general. Iremos tú y yo.

Hicieron traer dos caballos, nobles y poderosos como no había otro par en ningún establo. Montado se percató Martín de que no había menos de quinientos caballeros, sin duda los más y mejor armados de todos. Fue ese un buen momento para que se preguntase '¿Qué es esto, que no es un sueño pero no puede ser otra cosa?'. Contempló como la brisa mecía el estandarte de árboles negros sobre el fondo blanco. Era la causa de Rionegro, como su apellido. Como las raíces que aparecen de ninguna parte, convergen en el tronco y se pierden en la tierra; los afluentes van a dar al río y después en un delta mueren en el mar.

Podrían ser actores ¿Pero qué broma se procura diez mil actores para ponerse en práctica? Podrían ser locos, pero la disciplina delataba una creencia sincera en el papel. Los hombres hincaban la rodilla al pasar su corcel. Por fuerza debían ser alucinación suya y él estaría en clase en medio de un ataque. Diría las cosas que dice, pero nadie le entendería. Claro que, estando a lomos de la criatura, entre jinetes y lanceros, ya era más cuerdo hacerse en la locura que aún quedar de loco en lo real y en lo imaginado.

Martín 'el necesario' y Nicanor llegaron después de un extenso trote ante el cordón policial que cortaba la avenida donde se encontraban. A caballo podía mirar a la misma altura a quienes conducían los furgones policiales, pertrechados con vallas en los cristales. Los policías a pie daban un pasito para estar más a la vera del vehículo, cuando los cientos de caballeros pasaban cerca. Solo uno, maduro, dio un paso adelante con intención de hablar con ellos:
- A ver, ¿la fiesta de disfraces se va a terminar por las buenas o por las malas? - preguntó, ocultando la expresión tras unas gafas de sol y un poblado bigote.
- ¿Cuál es vuestro rango? - preguntó Nicanor.
- Soy el comisario Ruiz Román y no estoy para que me pongáis más nervioso de lo que ya estoy. ¿Dejamos la tontería y nos empezamos a comportar? ¡Esta convención la disolveis y os marcháis todos por la calle, nada de metros ni autobús!
- ¡Perro de estercolero! Hablas con un señor y no inclinas tu cabeza. Y para aclarar tu necedad nos das órdenes, que en la guerra solo revelan los propósitos.
- Un momento - dijo Martín - yo negociaré con él.
- ¿Tú le das órdenes a él? - dijo el policía al ver la reverencia de Nicanor.
- Y él... - dijo, poseído por la improvisación - a mis diez mil hombres. Soy señor de este ejército... Yo te pido un paso seguro, un paso para que nos vayamos y estemos todos en paz.
- ¿Cómo? ¡Ni me vuelvas a poner ese tono o te chafo las espaditas de juguete!
De pronto los ojos del comisario quedaron al descubierto. Expresaban una ira que pronto se había vuelto terror. Las gafas que los tapaban se las había llevado una flecha de ballesta. Uno de los caballeros que oía de cerca había disparado al ver afrentado a su señor. Ahora los suyos le jaleaban. Las gafas habían quedado ancladas porque la flecha había penetrado el asfalto además del cristal.
El ballestero se aproximó y dijo:
- Las lenguas más insolentes son las que menos se cuidan de que sus armas sigan su velocidad.
El policía tardó en reaccionar, pero sacó su arma y le apuntó, sin que expresase un atisbo de miedo. Martín se interpuso y pidió la calma que él estaba perdiendo. Volvió a mentar la oferta de la salida en paz de la ciudad. Después de pensarlo un tiempo, el comisario comprendió que cualquier otra cosa era disparate.

Las huestes de Rionegro trotaron, marcharon y arrastraron toda la cabalga fuera de la gran ciudad.  Las miradas de policías y vecinos se conmovían con admiración. Ninguno había visto un espectáculo mejor.


*  *  *



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