El espíritu de los tiempos

"Cinco minutos para la muerte, calculo" se decía a sí mismo. Estaba echando un último vistazo a los pasillos del hospital con un celo obsesivo, como también innecesario, pues no había signo de doctor o familiar yendo a hacer visita. Entró en la sala donde estaba doña Isabel agonizante. Su irrupción inesperada cautivó la atención de aquella, que se desvanecía ya. Como siempre, comenzó diciendo:

- ¿Nadie en su lecho de muerte, doña Isabel?
- Le he pedido a todo el mundo que me deje sola ya ¿Quién es usted? Lo que me tenga que contar ahora ya me da igual, es demasiado tarde.
- Al revés, antes habría sido demasiado pronto. Soy don Rodrigo. Hablo con la gente antes de morir. Me gustaría preguntarle ¿Está satisfecha?
- Pero ¿esto qué es, el servicio de atención al cliente de la vida? ¿Quién es usted? ¿Es del hospital o llamo para preguntar de qué va esto?
- Venga, doña Isabel . Son sus últimos cuatro minutos. No los va a pasar peleando una minucia que no le importa ni siquiera ahora, a las puertas de que todo deje de importarle. Dígame, ¿se va feliz?

La mujer torció los labios y bajó la mirada. Se sintió desarmada. Ya podía notar la falta de movilidad en los pies, como si fuera deshaciéndose, como un castillo de arena, la fuerza que había movido su cuerpo durante setenta y cuatro años:

- Igual he vivido demasiado - dijo ella como si contestase con los restos de sus palabras - me han sobrado tres años.
- Tres es acercarse mucho a la cifra ideal. Se sorprendería de saber a cuántos les molesta la última década o, claro, de cuantos piden una o dos más. ¿Los setenta y uno eran mejores?
- Sí. Con uno después de jubilarme era suficiente. Y después de muerto mi marido además, claro. Que no sé si lo sabéis... Bueno, tú... ¿Tú eres...?
- No sea infantil, doña Isabel. No es el momento de la curiosidad. - contestó don Rodrigo - Por una vez está bien quedarse vagando en los recuerdos... El marido quedó en segundo lugar ¿Enamorada del trabajo, entonces?
- No. No tengo la menor idea, justo ahora. Igual por eso mejor hubiera sido morirme antes de estas dudas. En general morirme antes de haber sido despedida por jubilación.
- ¿Muchos años para un final ingrato?
- ¿A ti qué te importa? ¡Si ni sé quién eres!...

Don Rodrigo, que ya se sabía todos los trucos, siempre dejaba al silencio trabajar por él en los moribundos. Se callaba y les miraba incisivamente y, en los últimos momentos, siempre terminaban por darse explicaciones ellos solos, sin necesidad de explicar nada. Al momento doña Inés dijo en tono calmado:

- Claro, usted debe ser una imaginación. Eso es. Ya casi llego. Las rodillas se me han paralizado y empiezo a alucinar. Ahora que me envían a un señor desde el más allá. Eso es. Nada más que...
- Isabel... Ya no le quedan más que tres minutos. Cálmese  y solo tome un instante para repasar ¿Ha sido feliz o no ha sido feliz?
- ... Pues a veces no y a veces sí - Su interlocutor volvió a poner aquella mirada sobre ella, obligándola a pensar mejor y dijo - Creo que no, la verdad.
- ¿Por qué?
- Han sido cuarenta años dando todo de mí a una empresa... Ni a los hijos ni al marido ni a mí mucho menos di tanto y al final apartada por gente más joven.
- Por supuesto, usted es una creyente arruinada por el final.
- ¿Creyente? No especialmente. Ahora le veo y empiezo a pensar, pero...
- No me entiende. Pero tranquila, vale la pena dedicar un minuto a explicar esto. En mi trabajo trato con solo dos tipos de personas: creyentes y ateos. El creyente tenía un sentido para su vida y la encaminó siempre a un propósito: lograr un triunfo, un trabajo, obtener el amor de alguien, el respeto de un dios o de un partido... El ateo, como supones bien, se muere pensando que nada de eso tenía sentido y se muere con sensación de engaño.
- ¿Y quién tiene razón?
- Es su penúltimo minuto ¿Así lo quiere gastar?

La pobre doña Isabel sonrió con levedad. Quiso acompañar su gesto pero sus manos ya no podían moverse. Tan solo, con esfuerzo, pudo entornar los hombros y girar su cuello para hacer ver a su última visita que tenía toda su atención. Sus ojos comenzaban a concentrar un brillo especial, conteniendo lo que quedaba de vida en ella. Don Rodrigo concedió el deseo y comenzó a explicar:

- Una vez hace veinte años me encontré a dos niños, a punto de irse por una enfermedad impaciente. Eran una niña y un niño. Él quería ser astronauta en el espacio y ella esperaba para ser polvo en la tierra. Ya no tenían esperanzas de levantarse de aquellas camas. Eran sus últimos momentos y aún así tenían fuerzas para pelear entre ellos. Ella decía que, finalmente, solo su sueño iba a cumplirse y él dijo que gracias a tener un propósito, él iba a morir más feliz que ella. Lo que había sucedido es que mientras que una no tuvo tiempo en vida para ilusionarse, el otro no lo tuvo para desilusionarse. Me ignoraban, como suelen hacer los niños y solo hablaban entre ellos. Ella le dijo que mirara al cielo a ver si veía a Dios darle las gracias por creer y él le contestó que mirase para ver si el vacío se reía de los ilusos o si al vacío le daban lo mismo sus creencias o sus no creencias.
- Entonces - interrumpió doña Isabel- ¿me vas a decir que todo significa que los dos tienen razón y ninguno la tiene?
- No. No, Isabel. La respuesta correcta estaba al otro lado de la muerte. Todo lo que has de saber en vida debe ser sobre la vida y nada de lo que has de saber en vida debe ser sobre la muerte.
- Creí que tú lo sabrías.
- Que yo lo sepa no hace aconsejable contarlo. Los dos niños murieron sin saber quién tenía razón. Y la explicación de esto es que ni aunque se lo hubiera dicho lo habrían podido saber. Podrían haber desconfiado de eso. Y aún daría igual, nadie se lleva nada a través de la muerte. Ni lo material, ni lo espiritual, ni los recuerdos. Nada. Es una puerta cerrada, para atravesarla es necesario desprenderse de todo lo que no pueda pasar entre el marco y la piedra.
- Vaya... Bueno, algo me has dicho al final.
- Demasiado. - le dijo don Rodrigo, preocupado - Este es su último minuto. Recuerde algo agradable. Lo más bonito de su vida que le venga a la cabeza.

Doña Isabel se preparó. Respiró hondo y miró al techo. Ya solo podía mover la cara, sus hombros estaban petrificados. Recordó pequeños fragmentos de su carrera: algunos premios, contrataciones, ascensos. Pero de todos los trocitos brilló uno en especial. Se trataba del día en que su empresa repartía los premios anuales a sus empleados. Ella no había sido premiada, pero organizó duramente toda la jornada y se aseguró de que a nadie le faltaba nada, que ni un plato se equivocara de comensal o de que nadie confundiera su diploma con el de otro. Lo que recordaba fue la última hora en aquel lugar, recogiendo sillas, papeles y chaquetas. Su trayecto coincidía con el de los invitados mientras ella iba y venía de la salida. Les oía, sin que hablaran con ella, alabar el buen día que pasaron, la deliciosa comida o la elegancia de la escena. Oyó a uno, galardonado, decir que había sido el mejor día de su vida, gracias a aquel premio. El calor que sintió al escuchar esas cosas volvía a calentarla en sus últimos segundos. Sentía la grandeza, no del reconocimiento declarado directamente, sino del que se hacía espontáneamente, sin necesidad y más sincero que ningún otro. Con la poca fuerza que tenía sonrió de nuevo y entornó los ojos. Lo último que dijo fue:

- Entonces, ¿qué le dijo a esos niños?
Don Rodrigo puso la mano sobre su frente y con tono sereno contestó:
- Que estén tranquilos porque la infinidad es larga. Que estén preparados porque lo desconocido es todo.
La mujer cerró los ojos y dejó la boca entreabierta, sin fuerzas ya para respirar por la nariz. Con un último pensamiento cerrando las puertas de su cerebro.

¿Quién sería aquel hombre?

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