Los ejércitos de La Mancha

Verdaderamente ha habido aquí una revolución. La ha habido dentro de decenas de miles de muchachos y muchachas que han roto en su cabeza cosas antes inquebrantables. Ahora ellos, los Caballeros de Juan, portan consigo la revolución a donde lo ordena su comandante. En este momento lo hacen en Madrid, la capital del reino.

Caminan en una manifestación de solidaridad con la Mancha. La han organizado grupos de radicales de izquierdas, gente que anhela el triunfo de las Milicias sin decidirse aún a coger un fusil por ellos. La marcha llena la Puerta del Sol gracias a la gente que está preocupada por la violencia policial que circula en redes sociales, gente con familia en la zona de conflicto y gente que solo desea paz para su país. Entre esa amalgama de grises los Caballeros hacen su parte por volcarlo todo hacia el negro. Saben situarse, esparcidos como parejas y manifestantes por su cuenta. Cuatro personas gritan algo en la cabeza de la manifestación, estas parejas lo repiten y esos manifestantes por su cuenta fingen haber sido convencidos por el cántico, seduciendo al resto. Cien personas que mueven a diez mil a corear proclamas como "No queremos más, queremos la paz", "Basta de opresión; negociación" y, siempre al final, "¡Libertad, libertad, libertad!".

La palabra libertad se ha enrarecido. El tira y afloja entre el Estado y la Milicia siempre ha estado ahí, todos se arrogan ser patrones de la misma. Pero ponerse el nombre 'Libertad' para las Milicias Manchegas para la Libertad la ha comprometido. El Estado mantiene palabras como 'España' o 'seguridad' o incluso 'democracia', pero sin duda es una pérdida sentida por los que hacen su propaganda. Los Caballeros lo saben y se cuelan en estas grietas del imaginario. Se han profesionalizado. Si los manifestantes de izquierda radical amagan con comenzar a cantar el himno del 'Santa Rita' rápidamente les cortan. Nada de canciones de terroristas en esta manifestación.

Tienen que irse pronto antes de las cargas policiales. Los nacionales embisten con furia, pensando siempre que lo hacen por sus sufridos compañeros en La Mancha. Ellos ya han desaparecido entonces; dispersos y luego reunidos en puntos de los bajos fondos de la capital, sitios que a nadie le quieren importar.

Jose Ángel 'el Moruno' es uno de ellos. Ha escapado con otros cuatro en dirección a la estación de autobuses de Plaza Elíptica. Tienen encima la presión de que el resto del equipo espera de ellos que sean capaces de robar un autobús que los lleve a casa. Como Rubén Moratalla, el jefe de informaciones, les advirtió, tienen un par de minutos entre que los buses se vacían y que llega el nuevo conductor. Ya han escogido un vehículo, pero hay dos policías locales con los que no contaban. Uno del pelotón se ofrece: "Yo tengo nailon para estrangularles a los dos y nos vamos ya". Pero Jose Ángel intercede: "No, coged el bus en cuanto se den la vuelta. Yo os veo en el punto de escape C". Seguidamente se acerca a ellos y comienza a chapurrear desesperado que necesita encontrar el 'metro gris', como si hiperventilase. Se arrodilla mientras actúa, y desde esa altura puede ver a sus compañeros manejando el bus sin que nadie lo vea. Su piel tostada y unas cuencas de los ojos especialemente ennegrecidas redondean una ficticia apariencia de inmigrante. Ha aprendido a imitar el acento marroquí que tiene un compañero cuando se pone nervioso y nadie le entiende. Deja que los policías le acompañen un poco y se va finalmente al bus con sus camaradas.

Van recogiendo al resto de Caballeros desperdigados por Madrid. Se van apelotonando al final del autobús, del que duplican la capacidad. Finalmente sube el comandante Encinas - Juan Encinas - en una carretera entre Entrevías y San Fermín. Les mira con una sonrisa electrizante y los ojos muy abiertos. Agarra a 'el Moruno' por la cabeza y le estampa un beso furioso en el cabello. Levanta la mano y grita '¡Caballeros, conmigo!'. Todo el vehículo lo repite exaltado. Comienzan a cantar el 'Santa Rita'.



Los que van sentados duermen y los que no se relajan charlando sobre qué harán el día de permiso que suele concederse tras una misión. Pero la relajación dura poco tiempo. El comandante Encinas ha recibido una llamada y necesita desviar el rumbo a La Roda. Nadie rechista el nuevo encargo. El orgullo de esta unidad es suficiente para aplacar la queja. Se supone que son la élite de la milicia cabrista. Les han llamado a ellos porque son los únicos capaces de hacerlo. Sin embargo, sí protestan cuando se les informa de a quién hay que socorrer y por qué.

La milicia espadista se ha quedado atrapada en el municipio albaceteño cuando estaban evacuando después de haber tomado la ciudad por asalto. Todos comentaban que, de nuevo, los cabristas tendrían que limpiar los destrozos de sus brutos compañeros del este. Jose Ángel pensó que debía ser algo importante para que hubieran recurrido a los Caballeros.

Él veía con mucho miedo la rivalidad entre espadistas y cabristas. Todos estaban de acuerdo en que aquella división era la mayor amenaza para la prosperidad de la Milicia. Y también todos estaban de acuerdo en quién era el verdadero responsable de aquella fractura: el contrario. Unos, por brutos; los otros, por engreídos. Cuando ambas facciones se encontraban en un pueblo, discutían y terminaban peleando. En el frente sí se coordinaban y trabajaban como uno solo, cada uno haciendo su mejor función. Los espadistas eran la fuerza del desborde, normalmente entraban donde querían y los cowboys nacionales preferían huir de ellos si les pillaban por sorpresa. Los cabristas eran menos, pero sus tácticas y ardides les abrían paso sin grandes enfrentamientos.

La situación en La Roda se había tornado crítica. Los espadistas, sabiendo el considerable tamaño de la ciudad en comparación a los pueblos que estaban acostumbrados a tratar, empeñaron el grueso de sus fuerzas en el ataque. Mil doscientos milicianos habían asaltado la ciudad, desprotegida, pero muchos de ellos se habían demorado demasiado en abandonarla después de instituir en ella comités y asambleas de la Libertad. Quinientos hombres y mujeres milicianas permanecían aún allí, ahora rodeados de policía. Habían cercado el pueblo un millar de policías y la gran tragedia se aproximaba a pasos agigantados. Juan Encinas estaba detallando con Rubén Moratalla el remedio por conversación telefónica.

Comenzaron a parar por los pueblos. Allí tomaban los buses que les esperaban nada más bajar. Vacíos, para que alguno de los caballeros lo condujese, formando un convoy de una decena. José Ángel bajó en la localidad de Socuéllamos, le habían encargado conducir un autobús, sin haber hecho él en su vida cosa así. La gente les miraba con la boca entreabierta. Un par de niños, envalentonados, se acercaron para preguntarle si era verdad que eran 'Caballeros de la Milicia'. José Ángel afirmó enorgullecido y les contó que tenían una misión para rescatar a otros milicianos. Los niños, casi adolescentes, se miraron extasiados y como si hubieran hablado con un superhéroe. La madre de uno de ellos los agarró y los dejó a una distancia prudente del soldado. La gente parecía asustada, admirada... a ratos, les aplaudían o les decían "¡Basta ya, negociar!". Pero lo que jamás dejaban de hacer era mirarles.

Al llegar los diez autobuses a La Roda, todos conocían perfectamente el plan, similar al de Quintanar de la Orden hacía unas semanas. Una detonación en la entrada del polígono industrial por el este precedió a la entrada de los buses en la ciudad por la brecha en la barricada policial. Los buses pronto llegaron a la plaza del pueblo. La tensión era máxima. Los milicianos de ambos bandos se daban un abrazo velocísimo y, sin perder tiempo, subían al transporte. Los buses transcurrían lentamente por las calles de La Roda, completando la maniobra, sintiendo los dos helicópteros policiales patrullar el cielo sin saber podían verles o no. En el bus de José Ángel solo subió una mujer. Sin saludarle ella le dijo que se diera prisa, pero su vehículo era el último del convoy.

Otras dos explosiones abrieron la brecha por la que escapaban los buses. Tenían unos minutos hasta que la policía apartase los escombros y pudiese salir a darles caza. La chica en el bus de José Ángel le dijo:
- Qué gilipollez. Los cowboys nos van a pillar por delante en cuanto los saquen de otros pueblos.
- Nunca os dicen los planes ¿no? - le contestó José Ángel.
Recibió por contestación un silencio hosco, que esperaba a que desvelase la treta de una vez más que a otra cosa:
- Bueno, mira. Paece ser que esta maniobra de los buses ya está vista de lo de Quintanar. Así ej'que Juanito Encinas ha pensado que sería más útil llenar los buses de gente y luego vaciarlos. Por eso va vacío este autobús.
- ¿Vaciarlos? ¿Nos dejaréis en medio del campo?
- Cualquiera diría que vas con nosotros, chica. No, a cien de vosotros los hemos dejado en La Roda ocultos en sus casas. el resto se van a ir bajando en puntos donde los van a recoger, no te creas tú que no.
- Siempre tramando los cabristas... ¿Alguna vez te has puesto cara a cara, sin más, contra los nacionales?
- Vaya tu puto rollo de mierda, chavala ¿Alguna vez has matado a alguien y te ha dao compasión?
- Pues sí, niñato. Me da pena por todo el mundo que me tengo que cargar pero que se hubieran metío a bombero.
- Eso es una salvajada, lo que hacéis. Es como si yo te pregunto que pa qué te metes a la Milicia que te mereces morir por eso.
- No me merezco pero estoy dispuesta que eso no lo vais a entender nunca vosotros.
- Yo estoy listo pa morir todos los días y hasta para morir por vosotros que a ver cuándo lo entendéis.
Se hizo el silencio en aquel autobús. Avanzaba a unos ochenta kilómetros por hora a la cola del convoy. De vez en cuando se paraban o un autobús tomaba una ruta distinta. No faltaba mucho para que los policías de La Roda les alcanzaran la retaguardia:
- Pues yo me metí a la Milicia pa cambiar las cosas. - dijo la espadista - Porque hay muchas cosas del puto sistema de mierda en el que vivimos que no me gustan.
- ¿Sí?... Bueno y ¿como qué? - dijo Jose Ángel.
- Todo. El machismo no me gusta, el sistema educativo no me gusta, la represión no me gusta, tío. La moral no me gusta. Y lo único que veo que lo podía cambiar de raíz todo era algo así. Cualquier cosa de política pues puede estar bien, pero ya sabemos que se van a quedar a medias siempre.
- Supongo que es verdad.
- Siempre suponiendo vosotros  ¿No hacéis nada convencidos o qué?... ¿Tú por qué te metiste?
- Bueno. Cuando pasó en mi pueblo me alegró  poder hacer algo con el alcalde y con un empresario de allí que se creen los dueños de todo... Bueno, mira. En verdad lo que me gusta es pensar en cómo me siento cuando algo nos sale bien. Como te mira todo el mundo y cuando entras en un bar, la gente te invita a una cerveza o te piden que vayas a su mesa...
- ¿Orgullo?
- No... Bueno, igual sí - dijo José Ángel riéndose - Lo que quiero es mi nombre en la calle donde vivo. Quitar el de ese don nadie, 'Odiseo Gutiérrez', que no le conoce ni Cristo. En su lugar, el mío, magnífico 'José Ángel Gutiérrez' - dijo, provocado una risa cariñosa en ella - ¡Sí, tía! Con un dibujo de mi cara, mi biografía y mis aventuras. Que los niños se paren a leerla. Así, durante diez minutos aprender de alguien que sea un héroe d'estos y que digan '¡y de mi pueblo!'
La muchacha le miró con dulzura. El muchacho era, en parte, los prejuicios que tenía de los cabristas. Pero, al conocerle, lo prejuzgado le parecía algo que podía entender o incluso respetar. Él no estaba tan comprometido como ella con la causa, pero admiraba ese ansia por cambiar algo.
- ¿Cuál es tu apodo, espadista?
- Yo no tengo apodo. Soy Chloé.
- Bueno, a todo el mundo le llega. Yo soy 'el Moruno', por mi cara. A ti te pondría 'la Simpática' por tu gentileza.
- Qué gracioso. Igual te empiezan a llamar 'el Fiambre' a ti.
Él se río y provocó que ella también lo hiciera. Le preguntó si siempre había sido así, tan furiosa, o si era la contienda:
- La verdad es que sí, ya era así. Y la verdad es que me metí en la revolución porque mataron a mi novio en Tarancón. Yo soy de allí, yo estuve en la masacre. Me metí porque queríamos cambiar cosas... - dijo, parándose a recordar lo que había sucedido hace unos meses como si se tratase de un evento de hacía años - Pero eso cambió mi forma de ver todo esto. Ahora necesito... No sé...
- ¿Venganza?... ¿Un novio nuevo?
Ella le soltó una colleja sin pensarlo. Luego sonrió. Aunque seguía sin saber como acabar su frase.

No pudo terminar de contestarle. En aquel instante irrumpieron en el retrovisor los coches de la policía, acercándose a un paso vertiginoso. Jose Ángel le pidió que se abrochase el cinturón al instante, con los cowboys a punto de llegar. Cuando los tenía detrás derrapó el colosal vehículo para hacerlo volcar. El autobús cedió y se estrelló quedando tumbado a lo largo de toda la carretera. Dentro, los cristales estallaron y la estructura metálica emitía sonoros chillidos que ensordecían a sus pasajeros. Chloe y Jose Ángel se habían quedado encogidos, agarrados fuertemente a su cinturón de seguridad. Al instante, Jose Ángel hizo un gesto a su acompañante para ayudarla a salir por la ventanilla del conductor.

El convoy de la Milicia huía aceleradamente, pero ellos se habían quedado a diez kilómetros de la población más cercana. José Ángel mandó un mensaje por el teléfono y salió también apresurado del bus. Fuera estaba ya Chloé preparando un cóctel molotov esperando a ver por dónde asomaban los policías. José Ángel se lo arrebató bruscamente, salpicándola con el licor ardiente en el cuello sin querer. Lo lanzó contra el motor del autobús mientras ella se llevaba la ropa a la garganta para aplacar el ardor. El licor impregnó el metal. Acto seguido, los dos jóvenes huyeron con el corazón en un puño. El motor del vehículo explotó causando una onda que les tiró al suelo estando ya a treinta metros. Siguieron corriendo.

Apareció una moto que sí había logrado bordear el autobús para perseguirles. Antes de qué pudieran hacer nada, desde la moto dispararon a José Ángel hiriéndole en el pulmón derecho. Chloé sacó su pistola y derribó a ambos objetivos en movimiento. Se acercó corriendo a José Ángel, que sangraba a borbotones y apenas podía hablar:
- Podían... llamarte 'la... Punterías', ¿no?
- No, hombre, no... no te canses... no hables... te llevo a un hospital o algo ahora mismo
- No, no... - le dijo él - tú tienes que irte en la moto esa... la Milicia necesita tu puntería....
- Yo le podría acertar a cualquier cosa - dijo ella, siguiéndole el juego mientras intentaba ponerle en pie.
- No... Mira ya van a venir el resto... No te sirve cargar con 'el Fiambre'... lárgate...
- ¡Que no, hostia!
Chloé lo montó a duras penas en la moto y comenzó a conducir. El se agarraba con levedad a su cintura y apoyaba la cabeza en su hombro. Susurraba fatídico:
- ¿Tú habrías sido mi novia?
- Qué tonto eres, tío - contestaba ella - Sí, sí, claro que sí, tonto.
- Bueno, tú ponle mi nombre a mi calle...
José Ángel la besó con suavidad, dejando una pequeña marca de sangre en su mejilla. Cuando llegaron al pueblo, estaba muerto. Sus brazos ya habían quedado algo petrificados en torno a ella. Se lo llevaron para un centro médico, pero a ella le recomendaron huir a otra parte. Antes de irse pidió ver el cadáver de aquel muchacho por última vez. Había muerto con los ojos cerrados y con los labios alegres.






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Si te ha gustado, este es un fragmento no incluído de una novela completa, "La revolución de La Mancha". Si te interesa puedes contactarme.

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