La familia y los cobardes

Existió, siglos antes de que nacieran los primeros humanos, un contrato no escrito de qué había de esperarse del mundo. Para cualquier primate con capacidad para cuestionarse por qué podía cuestionar nada, había previo a su concepción una serie de expectativas, miedos y refugios -de los que luego se le haría saber- que componían las reglas de la vida. Romperlas suponía la muerte de la normalidad, carecer de ellas era la definición de la injusticia. La primera entre ellas, la que hoy nos ocupa, era la familia.

Todos tendrán una familia al nacer. Esta responderá por ti, cuidará de ti hasta que tú puedas cuidar de la tuya, será tu plataforma de presentación ante la ciudad. Carecer de ella será injusto, romperla o renunciar a ella supondrá un salto al abismo, donde se puede caer desde en la repugna social, la traición recompensada hasta en el destierro forzado. La familia del padre viene escrita antes que el individuo y mientras exige -rectitud, monogamia, sacrificio, honra- concede -refugio, apoyo, honor, amor-. Hoy nacen los niños sin escrituras, solo pueden mirarlas en las mujeres y hombres del pasado, abandonadas por los cobardes.



La segunda mitad de la segunda mitad del siglo XX ha sido un exitoso viaje de huida de la tradición en Occidente. No obstante, de dónde se halla ese tren las respuestas solo describen un lugar pantanoso, cuya indefinición es también compleja. La familia del padre, que aseguraba eternidad y cariño, fue abandonada. En su lugar, una familia de negociación, una familia de dos personas con cero, uno o más proyectos no toma lugar. No lo toma y el trono de la reina de las instituciones: la familia, queda vaciado, sin nadie con fuerzas para reclamarlo suyo. El aspirante que renuncia al trono, el legítimo sucesor compuesto por los hijos del padre, la de negociación, es joven, aunque su gente no lo sea. Aquellos que postergan la vida familiar a un momento en que sus objetivos vitales ya hayan sido satisfechos, gente temerosa de su libertad, codiciosa de felicidad.

Ahora imagínese usted alguien así: una persona que no quiere tener hijos con veinte años porque considera que ha de hacer aún cosas en la vida. Usted, cobarde, tratará en unos años de huir de su soledad o de cumplir algo que considera un deber que usted es lo suficientemente importante para aceptar. Curioso como la felicidad y la libertad le han arrastrado hacia el vacío y la tristeza, que ahora intenta rechazar refugiándose en su perseguidor. Dígame usted una cosa ¿eligió a su familia al nacer?

No. Es cosa imposible.

¿Eligió a sus amigos con los que pasa los mejores y los malos momentos?

No. Pudo descartar algunos, pudo dejar de conocer a otros, pero aquellos que considera sus amigos no dejan de ser los que la vida le puso por delante que usted recogió como el humilde gorrión toma las migas que tira el anciano al suelo.

Entonces ¿quién se cree para elegir a su pareja, los hijos que va a tener y cuándo, si desea terminar el matrimonio o, peor aún, que crea su plan el colmo de la racionalidad frente al tradicionalismo cerrado en que vivieron sus ancestros?

Seguramente, siendo usted muy atrevido, ya haya aventurado que soy yo, el autor, hipócrita por decir esto 
y seguramente carecer de hijos porque no busco tenerlos, lo que nos hace morralla del mismo tipo.

¿Qué le ha motivado a usted, un renegado de la familia, a una empresa larga y sacrificada como es esta? Seguramente un plan silencioso, no más complejo que un par de pensamientos como -a los treinta, tendré hijos- o -si me caso, haré una familia- basada en el miedo que compartimos todos a la muerte que tratamos de aplacar cumpliendo una especie de deberes con la eternidad, como dejar un legado. Su plan, controlado, consensuado, estaba monitorizado por la razón para que jamás saliese del camino correcto. Si hago una familia, como es razonable, solo tendré los hijos que puedo/quiero mantener contando con el sacrificio de tiempo y dinero que suponen cada uno de ellos.

Ahora bien ¿qué contradicciones mantiene un padre de familia moderno? La primera es cómo volvió de su renuncia a la tradición hacia la familia, un mundo que pone a prueba cada día la paciencia de los progenitores tratando de contestarla con razón. La segunda es que gran parte de las bondades de esta institución se basaban en las restricciones a las que, lógicamente, hemos renunciado. Si existe la posibilidad de que voluntaria y racionalmente se termine una familia, desaparece la idea de que el refugio en el que se nos dio luz al mundo sea eterno. Si yo no seguí ninguna, mis hijos no tienen obligaciones que recibir sobre cuándo y cómo sentar la cabeza. Si yo no estoy sacrificando mi libertad, ¿por qué habría de recibir el amor?

Bien, ya es suficiente de ensañarse con la posmodernidad. La familia tradicional tuvo serias carencias que dañaban y contradecían la felicidad de las personas, pero el hecho de que se alargasen en el tiempo las normalizó y las convirtió en otra más de las tragedias personales que todos compartimos; "no poder separarse de una persona que quizás odias" como "la inevitabilidad de la muerte" o "el desamor". Criticar los errores del presente es fácil, pero no deja de ser gente que cree hacer lo mejor y esquivar los errores del pasado.

El aburrimiento es, para el danés Sooren Kierkegaard, la raíz de todos nuestros males. Si el tiempo de vida es limitado, sentirse aburrido solo puede ser una señal del cuerpo de que nuestro escaso momento hasta la muerte debe aprovecharse mejor. Para combatir el aburrimiento, existen tres caminos: el del asceta, el ético y el religioso. El primero es el del materialismo y solo conduce a la insatisfacción, porque el ansia por encontrar sentido a la vida no puede saciarse con placeres pasajeros o basados en que sean lo mejor durante un instante. El del ético trata de responder con la razón a todo lo que el universo le plantea y acaba encontrándose en el nihilismo, la tristeza y la idea de que el universo carece de un sentido encontrable, por lo que nada vale la pena. El último, el religioso, triunfa gracias a un salto de fe -donde acepta que, aunque desconozca la existencia de Dios, tendrá fe en ella y le dará esto fuerzas y motivo para vivir- sin importar que cojee su teoría, porque ha aceptado esta cojera. Y bien, ¿la familia?

La familia, si quiere triunfar, debe ser en parte gracias a un salto de fe religioso en ella, en que en el amor que irradia hay un sentido que vence a lo que le arrebata sea lo que sea. Simplemente por fe, no por que se sepa que es mejor tener familia que no hacerlo.

Mi último pensamiento quiero dárselo a los jóvenes incautos que caen por descuido en los embarazos prematuros y enfrentan en la adolescencia -el periodo original para ello- los dilemas que otros pasan con el doble de edad. Pienso en ellos como los perdedores de la razón, gente en la que nadie creyó y en cómo tantos pusieron en duda que pudieran volver a ser felices tras esto. Efectivamente no sabían lo que hacían, pero sin embargo lo hicieron, luego lo justificaron; la forma para la que esta preparada el cerebro para pensar. No elegir a la familia, sino creer en ella, quizás sea lo único que haya que hacer después de todo.

Todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera
- Lev Tolstoi




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