El ateo

Era un poco más tarde del principio, sin haber empezado, pero la congregación tendría lugar: eso lo sabíamos todos. La noche era cálida y, por ahora, poco ruidosa. Como cualquier otro sábado, las juventudes de la ciudad y los pueblos de alrededor acudían al recinto donde se encontraban, se conocían, se atrevían y donde se desconectaban.

Sin que se pudiera sentir, el botellón articulaba el foro público de nuestra era. Para ver a la gente, para palpar su opinión y su sentir, para conocer las nuevas formas de saber estar en sociedad: el botellón. Una gran máquina que ponía en común desde los más aventureros chavalillos de catorce años hasta los vetustos clásicos de treinta y muchos que no resistían a acudir al lugar que por edad ya no les correspondía. Nadie les había a dicho a ninguno donde situarse, pero no erraban el puesto ni un sábado. Los más pequeños al comienzo, tan solo coqueteando con el tumulto. Los verdaderos militantes del botellón, entre 16 y 19 años, formaban una enorme bola de colonia y hormonas no muy lejos del principio. Después, pero menos concentrados y más movedizos, estaban los que ya no acudían por deber sino por costumbre, de entre 19 y 26 años. En adelante en edad y desperdigados también hasta el final del recinto, una mezcla de tribus urbanas a parte, los coches más ruidosos y hombres y mujeres hechos y derechos que seguían visitando el botellón como un recuerdo o quizás como un anhelo. Más allá de eso, coches ajustadamente aparcados y meaderos no oficiales. Así, sin que nadie hubiera indicado nada, ni tan siquiera el lugar ni la hora de llegada, otro sábado más volvían a funcionar los engranajes del mayor momento de interacción social de nuestro mundo.

Dentro, un muchacho pataleaba contra el mundo, presumiendo de su indignación, negándose a participar en el espectáculo. Era Luis Manuel Muñoz, de veinte años, vecino de la ciudad y recientemente convertido en abstemio. Ahora que no bebía, se pasaba las noches en las que sus amigos y él salían en críticas que ejercían desde la superioridad y la condescendencia al resto de "pobre gente" que no se atrevía a vivir sin beber:

 - ¡Miráos! - decía él, mientras sus amigos suspiraban cansados sirviéndose licores en vasos de plástico sucio - No podéis venir aquí y ser vosotros, tenéis que ser a partir de que bebéis. Antes estáis más callados, menos sueltos...
- Ya empieza.
-  Sí, ya empiezo... ¡porque me da asco todo! ¡Sois como religiosos, como ovejitas siguiendo al pastor! - dijo Luis, señalando una botella del vodka más barato del mercado.
- ¡Qué te calles! Hasta ayer, tú bebías como cualquiera.
- Pero hoy soy ateo.
- ¿Ateo? Tú eres tonto.
- Hoy ya no creo en vuestro dios. Se acabó la adoración a la bebida que... - sus reflexiones se generaban al tiempo que las decía y hablaba como quien tiene una gran revelación - ... que hasta ahora era como el medio para alcanzar la felicidad y por tanto el fin de cualquier momento. Yo ya no creo en él para acercarme a conocer nueva gente, para ser un ciudadano respetable. Hoy ya no creo en el desprecio que tenéis por lo que consumen otras drogas, otros dioses, como si fuerais mejores que ellos. Hoy creo en mí.
- Jode, pues si el borracho pareces tú.
- Soy el único que cree en sí mismo tanto como para renunciar al dios... Me voy a mear.
- ¡Vete, oh, gran ateo! ¡Vete, oh, Luis el valiente!

Con la cabeza alta, se fue ignorando las risas de sus amigos. De camino a los meaderos, se reafirmaba felizmente en su nuevo compromiso contra la bebida. Ver a niños de catorce años arrastrándose a hombros de otros menos etílicos con los ojos abiertos pero sin atisbo de que su alma estuviese al timón; ver a hombres tristes apoyados en el maletero de sus coches viendo a sus amigas bailar tímidamente, ignorando que detrás de ellos la música que se oía en toda la comarca destrozaba sus tímpanos, indiferentes, apenas conscientes para dar un pequeño trago de vez en cuando al tubo.

Mientras salpicaba las ultimas gotas y se limpiaba con un precario pañuelo, pensaba en qué contestaría a sus amigos cuando despreciarán sus ideas. "Están cegados por su dios", pensaba. De pronto, dos chicas, borrachas, se acercaron a él para preguntarle entre risas de vergüenza dónde podían orinar. Luis, que no era de piedra, rió también tímidamente y les dijo que a partir de dónde estaban, cualquier lado era bueno, aunque las chicas suelen hacerlo entre dos coches. Aun sobrio, un irresistible impulso de seguir hablando con ellas le recorrió desde sus bajas pasiones hasta la conciencia en vanguardia. Preguntarles si eran de la ciudad, preguntarles donde se habían colocado, preguntar, hablar, lo que fuera con tal de mantener un contacto que podía ser algo más; un contacto que era un puede ser. La alegría del diálogo se cortaba cuando le preguntaban por su cabal estado ¿Por qué, Luisma, no participaba de aquel teatro? ¿Qué te pasa a ti que no juegas con nosotros? Y una vez dada la razón, la situación se tornaba rígida e incómoda. Sí, las chicas le respetaban, pero ahora le entendían como a alguien fuera de su credo. Un ateo, claro.

Se fue con un "hasta luego" y caminó hasta llegar a sus amigos con un "qué hay" y, en realidad, no se creía nada de esas dos frases. No podía creerlas porque no pensaba que él estuviera dentro de ese mundo. Desde fuera veía horrorizado, no un escenario de degradación o decadencia de su sociedad; sino un escenario de degradación y decadencia que era el lugar más importante de toda la juventud. Se llevaba las manos a la cabeza, ignorado por sus amigos, estaba entendiendo lo grande que era el monstruo al que pretendía enfrentarse. Les pidió que dejasen de beber, que vivieran por sí mismos, que fueran felices más allá de un licor que hacía verdad la alegría que no existía. Ellos, pasando de la burla a la molestia (y alguno a la duda), no vaciaron sus copas más que en sus bocas, porque simplemente no les apetecía renunciar a su estilo de vida por la rallada de un colega. Llegó entonces un grupo de muchachas con las que quedaban para abaratar el precio de la bebida, o quizá porque eran un grupo de muchachas. Una de ellas, Maria José Martínez, era también abstemia. Conforme las damas se unieron al debate, la postura de Luis Manuel quedaba más fuera del tablero. Era curioso como, a pesar de poder argumentar mejor que sus rivales, el consenso de todos sus contrincantes bloqueaba que tuviera ningún sentido nada de lo que dijera. Las razones para seguir bebiendo eran vagas, se quedaban en un "porque me da la gana", "porque me quiero divertir" o "no es como una religión porque no es que me hayan lavado el cerebro como a mi abuela". Pero eran suficiente, porque cuando Luis Manuel contestaba, tenía que salirse demasiado del marco que tenían el resto, tenía que situarse en un mundo sin alcohol, que no entraba en sus esquemas aceptables. La discusión, que estaba candente, cambió totalmente cuando Mariajo se atrevió a intervenir:

- No creo que seas un exagerado, Luis - dijo ella, tranquila -, pero creo que tus ideas cambian tu forma de verlo. Igual porque estas cabreado, o porque esto es injusto para la gente como tú y como yo, pero la decadencia de este sitio no es grandiosa: es cotidiana. Me explico. No importa tanto que los chavalillos de trece años acaben con coma etílico, porque ya es típico, y porque además eso son excepciones. Es más habitual las resacas con vómitos que los comas etílicos y que ser abstemio, eso no es normal. Eso quiere decir que vivimos en un mundo donde se bebe mucho alcohol, sí, pero no es el fin del mundo, es solo otra forma de disfrutar que tú y yo no queremos. De hecho, lo que planteas, que el alcoholismo sea cristianismo, tiene sentido, pero no en lo bueno, sino en lo malo. Me explico. Esta religión no es algo positivo, no es algo que mostrar a una madre orgulloso. Estar muy borracho no es virtud, como lo es rezar, sino que es pecado. Es el perfecto pecado cristiano, porque él solo trae el arrepentimiento cuando mañana domingo los que pecasen en exceso tenga resaca y se arrepientan. Eso es lo malo del alcoholismo en el que vivimos, que es pecado, que no es diversión, que la gente empieza a beber por travesura y se siente mal si busca demasiada felicidad en el principal instrumento social para obtenerla. Pero eso no quiere decir que deba ser eliminado, creo que sería bueno que simplemente sacásemos la moralidad de la bebida y entendamos que beber en exceso es insalubre y poco cívico, no un pecado. Beber siempre no es adicción al vicio, o no solo, sino que es limitación de las vías que tenemos de alcanzar la felicidad. Pero beber le sirve a la gente para enfrentarse a retos, para abrir horizontes, para amenizar momentos importantes. Que tú y yo lo rechacemos es legítimo, pero no es moralmente mejor. Un bebedor también es un soñador, y el mundo necesita de eso para soñar como de sobrios para guiarse. No sé, ya me he pasado de filosófica, seguramente.
- Seguramente - Contestó Luis, ante la atenta mirada de todos -. Pero aunque tienes razón en lo que analizas, quiero creer en un mundo que no busque la felicidad en una versión inventada de sí mismo. Busco un mundo sin dios ni alcohol al que huir cuando la realidad golpea. Quiero a gente que crea en sí misma. Y por eso soy ateo, gracias a Dios. Vosotros, tranquilos todos y todas, que podéis seguir bebiendo.

La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón y el alma de las condiciones más desalmadas. Es el opio del pueblo - Karl Marx

No hay ateos en las trincheras - Dwight D. Eisenhower

Comentarios

Entradas populares